“Lenin no había cambiado nada, apenas había envejecido. Hubiera jurado que aquella chaqueta, pulcramente cepillada, era la misma modesta chaqueta con que le había conocido en 1907, en Stuttgart, en el Congreso mundial de la Segunda Internacional. Rosa Luxemburgo, con su certero ojo de artista para todo lo particular, me señaló a Lenin, diciéndome: «¡Fíjate bien en él! Es Lenin. Observa su cabeza voluntariosa y tenaz. Es una cabeza de aldeano auténticamente rusa, con ligeras líneas asiáticas. Esa cabeza se ha propuesto derribar una muralla. Acaso se estrelle, pero no cederá jamás.»
Clara Zetkin Recuerdos sobre Lenin
“… ¿Sería ir más allá de establecer un simple, aunque rotundo hecho histórico, el señalar que durante demasiado tiempo nos acercamos a Lenin, llegamos hasta Lenin, con la ceguera del colonizado? Así, en una maroma histórica doblemente aplastante, la cultura del colonizador y la cultura revolucionaria de la humanidad más avanzada (la clase obrera liberada) fue para nosotros carne y bocado de enajenación, aunque en distintos niveles. Eso, sin decir que hubo también una corriente muy conocida en el campo revolucionario mundial, que cristalizó en dogmas el pensamiento marxista-leninista. En la tarea de búsqueda de nuestra identidad y del rescate de las armas revolucionarias del arsenal de la experiencia histórica de los pueblos, los poetas colonizados-pero-en-proceso-de-descolonización aportamos una actitud social concreta y un tipo concreto de lenguaje. Eso que usted identifica por un “tonillo zumbón”, por un “distanciamiento irónico”, es simplemente lo que alguien ha llamado el lenguaje crítico. Dentro de ese lenguaje, las actitudes al parecer irreverentes no son una bufonada más, una “mueca para hacerse agradable al blanco”, sino una legítima arma de defensa objetivada en dicho lenguaje. Como ha dicho alguien: “la ironía del colonizado desacraliza los valores de la cultura sobreimpuesta (la del colonizador, la cultura revolucionaria ajenada por el dogma y sus diferentes registros, etc.) y la problematiza con sus mismos elementos (…)
Roque Dalton. Un libro rojo para Lenin
REFERENCIA BIOGRÁFICA
Clara Eissner nació el 5 de julio de 1857 en Wiederau, hija de un maestro rural de Sajonia. De los diecisiete a los veintiún años cursa estudios de magisterio en un instituto privado de Leipzig. En este período entra en contacto con un grupo de estudiantes y emigrados rusos, entre los cuales se halla quien sería mas tarde su marido, el revolucionario ruso Ossip Zetkin, afiliado a la socialdemocracia alemana. En septiembre de 1880, Ossip Zetkin es expulsado de Alemania acusado de haber participado en una asamblea ilegal, disuelta por la policía. El desterrado se traslada a Francia mientras Clara abandona al mismo tiempo Alemania para instalarse en Austria. Después de un período de enseñanza en Linz, Clara se traslada a Zurich, invitada por una amiga, Warwara, que procede de Petroburgo. Es el verano de 1882. Zurich acoge a un notable grupo de refugiados rusos capitaneados por Plejanov y Vera Zassulich. La ciudad también era entonces el «centro de maniobras» de la socialdemocracia alemana. Allí era donde Bernstein y otros redactaban el «Sozialdemokrat», órgano del partido, y muchas otras publicaciones socialdemócratas destinadas a Alemania. El periódico era pasado de contrabando a Alemania por la famosa organización que dirigía Julius Motteler. Clara Zetkin se convierte muy pronto en una valiosa colaboradora de Motteler en el complicado trabajo que la organización requería. En Zurich la joven revolucionaria seguía además los cursos políticos que daba Bernstein.
En noviembre de 1882, Clara Zetkin se traslada a París donde se casa con Ossip Zetkin. En París conoce a Pottier, el poeta de la Internacional, Louise Michel, Charles Longuet y su mujer Jenny, la hija mayor de Marx, la hermana de Jenny, Laura, esposa de Paul Lafargue y Jules Guesde, dirigente del ala marxista del movimiento obrero francés. Lafargue y Guesde habían fundado el Partido obrero marxista revolucionario de Francia. Clara Zetkin lleva en París una intensa vida política y, además de las innumerables y largas sesiones con los representantes de la oposición y con los exiliados políticos provenientes de toda Europa, participa en las manifestaciones de los obreros parisinos.
Clara Zetkin se suma a las filas del movimiento obrero en un tumultuoso período. La guerra de 1870-71 contra Francia, la unificación de Alemania con Prusia, las reparaciones impuestas a la Francia derrotada, que sumaban cuatro millones de marcos y la anexión de Alsacia-Lorena con sus preciosos recursos mineros, constituían el inicio de un potente salto hacia adelante del capitalismo alemán pero, al mismo tiempo, un reforzamiento de las bases económicas del movimiento obrero. El glorioso ejemplo de la Comuna de París había llenado de temor a las clases dominantes de todo el mundo. En 1878, cuando se produce la brutal represión del movimiento obrero con los métodos tradicionales y no se consigue debilitarlo, sino que por el contrario se refuerza al unificarse el partido obrero socialdemócrata con los lassallianos, Bismarck intenta entonces imponer el terror a la clase obrera alemana con la tristemente célebre ley contra los socialistas que se mantiene en vigor durante doce años. Este fue un período muy duro para el movimiento obrero alemán; se disolvieron las organizaciones obreras, se prohibió la prensa obrera, y los dirigentes fueron perseguidos, terminando unos en la cárcel, otros en el exilio.
Después de la caída de la Comuna de París y la consiguiente parálisis del movimiento obrero internacional que hicieron caer el telón de la historia sobre la primera gran creación internacional de los fundadores del socialismo científico, Marx y Engels, es decir, sobre la Asociación internacional de trabajadores, el rápido desarrollo del movimiento obrero en el período 1889- 90, la creación de partidos socialistas de masas en distintos países y el auge del movimiento en Alemania, a pesar de las leyes bismarckianas, constituyeron las bases para la unificación internacional del movimiento socialista en la II Internacional, fundada en París en 1889, año de la Exposición Universal. Clara Zetkin contribuyó de forma notable a los trabajos preparatorios del Congreso de fundación con numerosos artículos en la prensa socialista alemana y participó personalmente, como corresponsal del órgano de prensa del partido, el «Sozialdemokrat», y en calidad de delegada de las mujeres socialistas de Berlín; el informe de la Zetkin representa su primera intervención importante en la escena internacional del movimiento obrero y el inicio de la actividad que desarrolla durante toda su vida, es decir, la organización internacional del movimiento femenino proletario. Hasta el estallido de la primera guerra mundial, Clara Zetkin participa en todos los congresos de la II Internacional como una de sus principales protagonistas y valiente propugnadora de los derechos de la mujer dentro y fuera del movimiento obrero, y de la lucha de clases contra el reformismo creciente del partido socialdemócrata alemán.
En 1890, después de revocarse la ley contra los socialistas, Clara Zetkin vuelve a Alemania. En 1893 participa en el III Congreso de la II Internacional celebrado en Zurich y en el que se encuentra por primera vez con Engels, que le manifiesta una profunda amistad y simpatía. La tarea que se ha propuesto realizar la joven revolucionaria es la de organizar el movimiento femenino socialdemócrata; pero ésta es una ardua tarea. La legislación reaccionaria que seguía existiendo, aunque algo mitigada al haberse revocado la ley bismarckiana, no sólo no reconocía el derecho de voto a la mujer, sino que prohibía su adhesión y participación en organizaciones y asambleas políticas. En 1891, la Zetkin se convierte en redactora del órgano de prensa femenina de la socialdemocracia alemana, «Die Gleichheit», periódico que deberá abandonar en 1917 al no seguir «la línea política del partido», entonces dirigido por la mayoría revisionista. Los años de «Die Gleichheit» son un importante testimonio de la capacidad publicista y militante de Clara Zetkin, especialmente en lo que se refiere a los problemas que la galopante industrialización planteaba a la vida familiar de la mujer, a la educación de los hijos en la familia y en la escuela. En 1896, el movimiento socialista se ha convertido en un factor esencial para la lucha de la clase obrera y el partido consideraba el trabajo de la mujer como uno de los puntos más importantes del orden del día del Congreso de Gotha, convocado para octubre de aquel año. Clara Zetkin desarrolla en el mismo su primer informe importante sobre la cuestión femenina. En el mismo Congreso propone la adopción de un sistema de delegados del partido para la organización política de las mujeres en los distintos centros regionales. En 1898, en el Congreso del partido celebrado en Stuttgart, Zetkin intenta con todas sus fuerzas que en el orden del día se incluya, entre los puntos principales, el problema de los bernsteinianos. El debate fue uno de los más encendidos, contra el reformismo de Bernstein y de sus seguidores se levantaron dos cabezas de puente de la línea de clase del partido: Clara Zetkin y la joven Rosa Luxemburg, unidas por vez primera en la lucha política. Se habían conocido ya en Suiza, de donde volvía ahora la Luxemburg después de haber concluido sus estudios. Esta será la primera muestra de aquella gran amistad, respeto y también desacuerdo crítico que conducirá a las dos compañeras hasta la revolución de noviembre y el brutal asesinato de la Luxemburg por los esbirros de la reacción.
En 1899 Clara Zetkin y Rosa Luxemburg se encuentran en el Congreso del partido celebrado en Hannover, donde el propio Bebel deberá enfrentarse con Bernstein, también en esta ocasión las dos mujeres se mantuvieron en el centro del debate. La primera había conducido la batalla desde «Die Gleichheit», la segunda había hecho publicar su brillante trabajo revolucionario Reforma o Revolución.
Los años más intensos de la actividad común de las dos mujeres serán, con todo, los que seguirán a la definitiva ruptura con la mayoría revisionista del partido socialdemócrata y que, con la constitución del grupo «Internacional» y la publicación del primer número de la revista «Die Internationale», en abril de 1915, iniciará la organización de la izquierda de la socialdemocracia alemana que confluirá en la Liga Spartakus y, más tarde, en el Partido Comunista Alemán. 1899 es también el año del encuentro con el pintor Georg Friedrich Zundel y del segundo matrimonio de Clara Zetkin; será una relación que durará pocos años por la profunda diversidad de los dos temperamentos. Sin embargo, son años felices para Zetkin y para los dos hijos que Ossip Zetkin le había dejado, después de su muerte en enero de 1889.
Hasta el momento en que estalla la primera guerra mundial Clara Zetkin participa en todos los congresos de la II Internacional. En el Congreso de Stuttgart, celebrado en 1907, durante el cual Lenin tuvo que sostener una dura batalla contra los reformistas sobre la cuestión militar y colonial, Zetkin ataca duramente el partido austriaco, en la comisión para el derecho de voto, acusándolo de haber interrumpido la propaganda por el derecho de voto de la mujer por motivos oportunistas, sosteniendo, ante la protesta del dirigente de aquel partido Victor Adler, que la Internacional debía comprometer a todos los partidos a movilizar a las masas en la batalla por el derecho de voto, una batalla de principio que no admitía en absoluto la renuncia del derecho de voto de la mujer. En el Congreso de Copenhague, en 1910, propone la celebración de una jornada internacional de la mujer.
En los años inmediatamente siguientes al primer conflicto mundial, la actividad de Clara Zetkin queda casi completamente absorbida por la propaganda antimilitarista y antiimperialista.
En el Congreso internacional socialista de Basilea, en 1912, pronuncia un apasionado informe sobre la amenaza de guerra y por la movilización del proletariado contra la misma. En marzo de 1915 organiza en Suiza una conferencia internacional de las mujeres socialistas contra la guerra imperialista.
En el período que transcurre entre 1890 y los primeros decenios del siglo XX, Clara Zetkin libra dos grandes batallas: contra le reformismo y contra el militarismo, batallas que estaban estrechamente ligadas entre sí en aquel periodo; de hecho, el giro imperialista de la clase dominante alemana sólo era posible con la complicidad de la socialdemocracia, que no oculta después su apoyo a la política chovinista y reaccionaria con el famoso voto de los créditos de guerra en agosto de 1914; el mismo hilo une estas dos batallas a la lucha contra la guerra de los miembros del grupo «Internacional» desde 1915 en adelante, con la fundación del Partido comunista alemán y, finalmente, con la misma Internacional Comunista que nace bajo el signo de la lucha antiimperialista. Los artículos publicados en «Die Gleichheit», los informes pronunciados en los diversos congresos de la II Internacional, su participación en la elaboración de las líneas directrices de la socialdemocracia internacional y en la redacción de las famosas Cartas políticas firmadas Spartakus (Spartakusbriefe) y, finalmente, la intensa actividad que desarrolla en el grupo espartaquista, a pesar de las precarias condiciones de salud que no le permiten participar personalmente en los acontecimientos de la revolución de alemana (1918), testimonian su plena madurez política, su profundo conocimiento de la situación internacional y, por tanto, también de la alemana que el movimiento obrero iba a vivir. La Zetkin incluye ahora la cuestión femenina dentro de la «cuestión social» en su conjunto; para ella la condición de la mujer coincide con la condición general del proletariado; en realidad, seguirá ocupándose de la organización internacional de las mujeres socialistas, de los problemas femeninos, pero en el contexto de la mujer proletaria; el «doble juego», el del hombre y el del capital, parece haber dejado su sitio a la sola, única opresión del capital. En 1920, Clara Zetkin es elegida presidente del Movimiento Internacional de las Mujeres Socialistas.
En mayo de 1917 el partido la releva de la dirección del «Die Gleichheit», pero a partir del mes de noviembre del mismo año empieza ya a colaborar en el suplemento femenino del «Leipziger Volkszeitung» de Leipzig. En 1919, año de fundación de la Internacional Comunista, la actividad de Zetkin se funde con la del Partido Comunista Alemán y la del organismo internacional, a los que dedicará sus últimas energías. Empiezan también ahora sus encuentros con Lenin, al que ya había tenido ocasión de conocer diez años antes de la Revolución de Octubre, y al que había seguido viendo en congresos y conferencias socialistas, y durante la estancia de Lenin en Munich en sus últimos años de exilio. En 1920 visita por vez primera la Unión Soviética con ocasión del II Congreso de la Internacional Comunista. A partir de entonces, volverá periódicamente hasta establecerse en ella definitivamente en los últimos años de su vida. La actividad desarrollada en el curso de los años veinte sigue siendo muy intensa; sus escritos e informes demuestran una extrema lucidez, a pesar de su edad avanzada y su estado de salud. Este es un periodo en el que parece extremadamente difícil valorar o siquiera aislar el trabajo desarrollado por Clara Zetkin en la III Internacional, de la cual será, sin lugar a dudas, una de sus más eminente representantes. A partir de 1921 formará parte del Comité Ejecutivo y del Presidium de la organización. En 1924 asume la presidencia del Socorro Rojo Internacional, organización mundial para la asistencia de las víctimas de la reacción y del fascismo. En el verano de 1931 participa también en el Congreso internacional del Socorro Obrero, en Berlín. El 30 de agosto de 1932 Clara Zetkin, enferma y casi ciega, habla, con gran esfuerzo, el día de apertura del Reichstag alemán, instando a combatir el fascismo y llamando a la clase obrera del mundo entero a la creación de un frente único antifascista. El 20 de junio de 1933, a la edad de 76 años, Clara Zetkin muere en un sanatorio de Archangelskoje, cerca de Moscú.
En una solemne ceremonia en la que tomaron parte cientos de miles de moscovitas y gran cantidad de delegados del movimiento obrero internacional, la urna con los restos de Clara Zetkin fue depositada el 22 de junio de 1933 en el Kremlin.
CONTRIBUCIÓN A LA HISTORIA DEL MOVIMIENTO PROLETARIO FEMENINO ALEMÁN
LA EMANCIPACIÓN FEMENINA EN LA REVOLUCIÓN ALEMANA DE 1848-49
Es sorprendente que en el Sturm und Drang revolucionario de 1848-49 en Alemania, solamente unas cuantas mujeres se lanzaran activamente a la palestra con sus reivindicaciones; no intervinieron con coraje y energía en los acontecimientos políticos y sociales ni masas de mujeres ni, menos todavía, organizaciones femeninas. Por tanto, en Alemania, el comportamiento de las mujeres fue absolutamente distinto del de las mujeres del Tercer Estado y en particular de las pequeñoburguesas y de las proletarias de los arrabales parisinos durante la revolución francesa. Quisiéramos recordar algunos episodios particularmente significativos y algunas figuras femeninas de aquel período: la manifestación de las parisinas dirigiéndose a Versalles para reconducir a París «el panadero y la panadera», es decir, el rey y la reina, con toda la Asamblea Nacional; aquella memorable manifestación estaba impulsada por la «amazona de la libertad», Théroigne de Méricourt, la cual había combatido en primera línea durante el asalto a la Bastilla y participado activamente en la insurrección del 10 de agosto de 1792 que precedió la caída de la monarquía; este es sólo un ejemplo de la profunda y tumultuosa aspiración de las mujeres a defender su patria de la revolución con las armas en la mano. En nombre de varios centenares de ciudadanas, Pauline Léon pedía a los representantes del pueblo mazos, pistolas y sables para construir un campo de entrenamiento. En París y en muchos otros departamentos se formaron cuerpos de amazonas; 4.000 muchachas desplegaron sus banderas en Burdeos el 14 de julio de 1792. Y son innumerables las mujeres y muchachas que combatieron al lado de los soldados durante las campañas que la joven república lanzó contra la coalición de la Europa reaccionaria y que no era raro ver citadas con honor en las órdenes del día del ejército revolucionario por su valor. Recuérdese también la gran influencia ejercida por Madame Roland en el partido de los girondinos, o sea, de la gran burguesía, mientras la actriz Rose Lacombe, que había sido condecorada por el valor demostrado en la toma de las Tullerías, apoyada por la «Sociedad de las republicanas revolucionarias» fue la fuerza motriz de aquella manifestación que lanzó las primeras semillas para la destrucción del partido girondino; piénsese en la petición que hicieron las parisinas a la Asamblea Nacional de 1789, mediante la cual reclamaban la equiparación política y la libertad de comercio para el sexo femenino; a la Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana, de Olympe de Gouges; al apasionado interés con el cual las mujeres seguían las deliberaciones de la Asamblea constituyente y de la Asamblea legislativa y a las luchas de la Convención en las que participaron con interrupciones, iniciativas y delegaciones; recuérdese, finalmente, su presencia en los círculos políticos y en las asociaciones femeninas. En toda Francia no existía una sola ciudad, por pequeña o grande que fuese, que no tuviera su propio círculo femenino y en muchos lugares también las habitantes de las aldeas eran miembros de asociaciones políticas femeninas. En otoño de 1792, la sociedad de las «Amigas de la libertad y de la igualdad» de Lyon, se puso al frente de un movimiento surgido de una revuelta provocada por el hambre, y confió temporalmente la ciudad en manos de las mujeres. Estas fijaron los precios de las mercancías de primera necesidad, e hicieron exponer públicamente las listas de precios. Las «Amigas de la libertad y de la igualdad» de Besancon aprobaron una resolución por la cual se pedía a la Convención que reivindicara el derecho de voto para las mujeres en las asambleas de electores. Sin embargo, mientras en provincias la mayor parte de los círculos femeninos acrecentaba su propio compromiso en la lucha general de los republicanos contra la aristocracia feudal, las mujeres políticamente organizadas de la capital se definían en relación a las luchas que se producían en el campo burgués, luchas en las que las clases luchaban entre sí hasta quedar exangües para decidir la suerte de la revolución. La «Sociedad de las republicanas revolucionarias» de París unió su actividad y su destino con los revolucionarios extremistas, cuyos objetivos sociales iban mucho más allá de los de la política de Robespierre e incluso más allá de las reivindicaciones de los hebertistas. Precisamente para castigar a estas «locas» de la «Sociedad de las republicanas revolucionarias», que con sus delegaciones y sus peticiones radicales se hacían sumamente incómodas, el Comité de Salud pública decidió, a finales de 1793, cerrar todos los círculos femeninos. Pero la renacida consciencia política y la necesidad material empujaron de nuevo a las mujeres a la lucha abierta. Muchas de ellas tomaron parte en la insurrección de mayo de 1795, con la cual las masas hambrientas de los suburbios parisinos intentaron por última vez poner freno a la reacción dominante iniciada desde el Termidor. Después de esto, la Convención dictó una orden que obligaba a las mujeres a permanecer en sus respectivas casas.
También en Alemania se hicieron sentir muy pronto las reivindicaciones de emancipación femenina que habían estallado en Francia e Inglaterra. Paralelamente a la publicación de La defensa de los derechos de la mujer, de Mary Wollstonecraft, el burgomaestre y jefe de la policía de Königsberg, Theodor Gottlieb von Hippel, influido por la violenta subversión de la situación francesa, defendió la equiparación del sexo femenino en su polémico escrito Sobre la mejora cívica de la situación de las mujeres y sobre la educación femenina. Desde este momento las ideas sostenidas por los precursores franceses e ingleses en favor de la igualdad de los sexos encontraron partidarios en la Liga alemana del período prerrevolucionario. Su entidad numérica no fue por sí sola significativa y la organización careció especialmente de espíritu de lucha político y revolucionario. Sus miembros pertenecían mayoritariamente a los estratos sociales acomodados y su aspiración individualista a la libertad y a la igualdad de derechos se expresaba, cuanto más, dentro de los límites de un discurso culturalista y subjetivo sobre la «emancipación del sentimiento», con un trasfondo claramente romántico. Fuera cual fuera la medida en que las mujeres de la respetable burguesía se sintieron afectadas por los acontecimientos políticos de 1848-49, sus sentimientos y pensamientos no fueron más allá de la nebulosa atmósfera de una pasión completamente nacionalista por la democracia. Esto también es válido para las pocas mujeres de esta burguesía que por su actividad política destacaron entre las masas. Piénsese solamente en las tres famosas «amazonas de la revolución alemana»: Amalie von Struwe, Mathilde Anneke y Emma Herwegh. Nadie puede negar la luminosa y apasionada entrega de estas tres mujeres y de algunas otras compañeras suyas de lucha a los ideales de marzo, la fuerza y sinceridad de su compromiso, la temeridad de su fe. Sin embargo, repasando la vida y actividad de estas mujeres en su conjunto, se pone claramente de manifiesto que sobre todo se sintieron impulsadas hacia la acción política y la lucha revolucionaria por amor hacia sus respectivos maridos. Si se prescinde de este aspecto, el «amazonismo» de 1848-49 fue más que nada una moda de aquel tiempo. Las publicaciones socialdemócratas actuales tienden a poner de relieve en sentido positivo el hecho de que las revolucionarias del cuarenta y ocho prácticamente no recurrieran nunca a las armas, puñales ni pistolas, que llevaban en el cinturón. Pero esta alabanza reviste también el carácter de una crítica al gesto vacío, teatral, que no debería ser el correlato de una sólida voluntad de lucha. Amalie von Struwe se dejó arrestar por la soldadesca ebria y furiosa con la cabeza alta, llena de orgullo. Se atribuye a Emma Herwegh, más que a su marido, un excepcional valor y sangre fría en las situaciones más peligrosas.
En resumen, parece que el compromiso revolucionario de las mujeres citadas haya sido más blanco de indignación moral y de pública burla por parte del decoroso filisteísmo alemán que no objeto de una seria consideración por parte de los contrarrevolucionarios. Opuestamente a las combatientes de la revolución francesa, sus seguidoras alemanas no se distinguieron por una acción autónoma y decidida al frente de las masas femeninas ansiosas de justicia y de libertad; no arrastraron masas populares dotadas de una común voluntad política. Y además: la falsificación de la historia por obra y gracia de ciertos socialdemócratas, ha intentado justificar la coalición del gobierno de los reformistas con la burguesía y, en particular, presentar a las mujeres proletarias como entusiastas partidarias de esta alianza, evocando al mismo tiempo, con baja especulación sentimental, las sombras de las protagonistas del cuarenta y ocho alemán, adscribiendo a su mérito el hecho de que pertenecieran a las clases poseedoras y cultas y mostrando su ligamen con los sufrimientos del pueblo como pura y simple simpatía y no como solidaridad de clase. Por el contrario, sería oportuno señalar por ejemplo el heroísmo de las combatientes de la Comuna parisina, heroísmo que se manifiesta de una manera tan sencilla, simple y, por decirlo así, natural, como sólo pueden serlo las cosas importantes. Y otro ejemplo más: las revolucionarias rusas que «andaban» tras las masas populares como propagandistas, luchando como terroristas frente a frente contra el zarismo ruso, arriesgándose a terminar en Siberia o en la horca, procedían en gran parte de la aristocracia y de la burguesía; la historiografía del feminismo no ha trenzado para ellas ninguna corona de laurel.
Se comprende porque, en la atmósfera de la revolución alemana, pudieron surgir asociaciones femeninas de tendencia liberal que, sin embargo, no se plantearan ningún objetivo político fundamentado socialmente y que no formularan reivindicaciones radicales con respecto a los derechos de las mujeres. Su característica más acusada fue la de revestir la función de órganos auxiliares de las asociaciones democráticas masculinas, de organizaciones samaritanas dedicadas a la recolección de fondos o de alimentos, o a servicios de información y de enlace; o también a la asistencia sanitaria, al cuidado de los prófugos, etc. En lo que concierne a la participación de las mujeres de la burguesía alemana a la lucha revolucionaria que esta clase mantenía contra la sociedad feudal, no podemos añadir nada a lo que escribió Louise Otto-Peters a casi veinte años de distancia de los acontecimientos, cuando por otra parte la lejanía del tiempo permitía una valoración más objetiva, pero también acarreaba el peligro de tergiversación. Louise Otto-Peters fue una de las pocas mujeres alemanas que supo unir, de forma persuasiva, la lucha por la organización del propio sexo con el movimiento revolucionario de 1848-49, aunque se vio obligada a combatir solamente con su pluma, sin puñales ni pistolas en la cintura. Mirando hacia atrás en el tiempo, escribe:
“A pesar de que la gran mayoría de las mujeres estaba de parte de los fanáticos del orden que obstaculizaban la victoria de las aspiraciones de libertad casi en mayor medida que los contrarios más empecinados, y a pesar de que las consecuencias de la indiferencia, de la ignorancia y la abstención de la vida política del tiempo por parte de las mujeres y hombres favorables al progreso se habían de manifestar funestas para el movimiento, fueron muchas las mujeres que defendieron con entusiasmo la causa de la democracia, combatiendo con la pluma y la palabra en favor de los derechos políticos de su sexo. La causa de las mujeres y su
condición se había convertido en una cuestión de partido y, de hecho, ninguna actividad femenina colectiva podía desarrollarse al margen de un partido. Se crearon aquí y allá asociaciones democráticas femeninas que, especialmente en el período de la insurrección, que después será abatida, desempeñaron una obra de sublime abnegación corriendo toda clase de peligros. Pero por esto precisamente tales asociaciones fueron disueltas por la fuerza y su desaparición también representaba, frente a la reacción cada vez más amenazante, la desaparición de todas aquellas aspiraciones a las que había dado vida la renovada consciencia del sexo femenino. Tampoco para los hombres las cosas habían ido de la mejor de las maneras. Por otra parte, ¿cómo hubieran podido escapar las mujeres al destino general?” 1
¿Y cómo iban las cosas para las mujeres de las clases trabajadoras? ¿Acaso la dureza de su suerte no las había frustrado con los hechos acaecidos en el curso de la lucha por una época mejor, por la conquista de todos los derechos, no sólo para su sexo sino también para toda su clase? El desarrollo económico de la sociedad alemana de los años cuarenta del siglo pasado era indudablemente más avanzado que el de Francia en la época de la gran revolución. El capitalismo en su pleno y rápido desarrollo aplastaba sin piedad bajo sus pies de acero al artesano y al pequeño propietario, los transformaba en esclavos asalariados de las fábricas o bien, gracias al sistema de los trabajos a domicilio, los reducía a una condición análoga dentro de sus casas. El capitalismo sometió en su ansia homicida a batallones de mujeres, de muchachas jóvenes y de niños de corta edad, llevando al extremo la miseria del proletariado.
La carga más pesada caía sobre las espaldas de las mujeres, oprimiendo en particular a las obreras industriales. Acostumbradas a una situación familiar de sometimiento y subordinación, y dotadas de menor espíritu de oposición social, más indefensas y vinculadas que los obreros, estaban obligadas a servir al patron con tiempos de trabajo interminables, de día y de noche, y como mejor satisficiese la sed de beneficio y el capricho del empresario -pagadas con salarios de hambre, sometidas a condiciones que ni siquiera respetaban los mínimos requisitos higiénicos y a un tratamiento ignominioso. Atadas todavía a las cadenas del pasado, se veían expuestas a cualquier tipo de mortificación impuesta por la nueva era de dominio del capital. Con toda seguridad, en millares de corazones de estas víctimas de la sociedad capitalista debía anidar la esperanza de la inminente llegada de un reino de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad. Muchas de ellas, durante la revolución, fueron de preciosa ayuda en los levantamientos, tanto en la fabricación de balas como en la construcción de barricadas. Pero, que yo sepa, no existen documentos que den testimonio de sus comienzos, como fuerza compacta y capaz de plantear reivindicaciones, en asambleas y conferencias al lado de los hermanos a su vez levantados contra la explotación y la esclavitud; no existen testimonios de su levantamiento en masa frente a las autoridades estatales o municipales. Las trabajadoras no reclamaron lo que hubieran debido pedir y conquistar en su calidad de proletarias explotadas y socialmente privadas de derechos. La ideología de «lo que conviene a la mujer» había ejercido claramente una fuerza muy vinculante en Alemania, fuerza que solamente se derrumbó cuando el capitalismo se puso a «filosofar con el martillo» de un modo mucho más radical e inexorable.
El exordio de Louise Otto-Peters con la reivindicación de la plena equiparación social del sexo femenino representó sin lugar a dudas un hecho de valentía y sigue siendo un acontecimiento memorable. Su petición de justicia y de ayuda para las «pobres hermanas», las proletarias, no puede caer en el olvido. Sin embargo, para valorar plenamente el alcance histórico del mérito de Louise Otto-Peters es necesario mirar más allá del Rhin, hacia Francia. En este país, la monarquía de julio había favorecido un acelerado desarrollo de la moderna producción capitalista, una mayor diferenciación de las relaciones sociales y el cambio de las formas de vida de la burguesía. En consecuencia, la cuestión de la emancipación femenina había dado vida a una amplia corriente de pensamiento, cuya profundidad expresaba ya las contradicciones de clase de la sociedad burguesa. Cuando se manifiesta la primera oposición al feminismo se demuestra también la fuerza de este movimiento. Las mujeres cristianas rechazaron en su periódico todo tipo de liberación política y social de la mujer. Reivindicaron tan sólo una reforma de la educación del sexo femenino con el solo fin de procurar a la mujer, en cuanto esposa y madre, y por tanto en el ámbito de las dos únicas profesiones consentidas, una mejor posición en el seno de la familia patriarcal. Los objetivos de las feministas que se agruparon en torno a Madame de Mauchamps para la creación de un periódico político femenino eran, más bien, objetivos burgueses y limitados en sentido feminista. Por ejemplo, rogaron a Luis-Felipe, rey de los franceses, que se declarase también «rey de las francesas», y le suplicaron que concediera a las mujeres con propiedades los mismos privilegios políticos que disfrutaban los grandes propietarios. Además, pidieron el acceso a las profesiones libres como, por ejemplo, en el sector de la medicina y en la carrera política, aunque también esta última reivindicación sólo iba en favor de aquellas mujeres que fueran capaces de hacer frente a estudios muy costosos. A pesar de lo limitado de los esfuerzos de estas feministas, que tendían sustancialmente a ampliar el círculo de los privilegiados en el seno de la sociedad burguesa incluyendo a las mujeres de las clases dominantes, las aspiraciones de la otra ala del movimiento femenino transgredían los límites del orden existente. Exigían la plena emancipación de todo el sexo femenino; hombres y mujeres proclamaban unidos esta reivindicación como factor imprescindible para un cambio radical de la sociedad. En la Francia de los años treinta y cuarenta del pasado siglo, las reivindicaciones y las avanzadas aspiraciones de Louise Otto- Peters por la revolución alemana habían encontrado espacio -a un nivel mucho más amplio- en las teorías de las sectas y de las escuelas socialistas como su componente esencial, y no sólo en la obra escrita política y literaria.
Los grandes utopistas y sus seguidores, en sus sueños de una organización armónica y planificada de la sociedad, que en su imaginación representaba la salvación de las crueles contradicciones de la sociedad burguesa, habían incluido obviamente además de la emancipación de los obreros, la emancipación de la mujer. En su polémica contra Dühring, Engels citó a los utopistas afirmando que, como ellos, Dühring «también se imagina aquí que se puede separar a la moderna familia burguesa de todo su fundamento económico sin alterar también toda su forma.»
Engels añade:
“Los utopistas se encuentran en esto muy por encima del señor Dühring. Para ellos, la libre asociación de los hombres y la transformación del trabajo privado doméstico en una industria pública significaban al mismo tiempo la socialización de la educación de la juventud y, con ella, una relación recíproca realmente libre entre los miembros de la familia. El siguiente dogma procede de una misa santsimoniana de 1831:
«Tanto la mujer como el obrero tienen necesidad de ser liberados. Ambos, encorvados por el peso de la esclavitud, deben tenderse la mano y revelarse un nuevo lenguaje.»
Estas ideas tuvieron un cierto eco en la literatura y, en particular, entre las muchas obras, en las novelas de George Sand; una vez fueron consideradas respetables, pudieron entrar incluso en Alemania en la «habitación de los niños». No nos interesa tanto ahora el destino de esas ideas entre la clase burguesa como el hecho de que ya a principios de los años cuarenta, en Francia, se produjo un intento de llevar a las masas de proletarios y proletarias la consigna de la emancipación del obrero y de la mujer para poderla realizar a través de estas mismas masas.
Fue una mujer la que tomó consciencia de la necesidad de dar este paso y procedió con valentía y perspicacia hacia la realización de este atrevido plano. Flora Tristan seguía en parte a Saint-Simon, Fourier y Owen, manteniendo, sin embargo, aquel grado de autonomía que le permitió finalmente saber conjugar orgánicamente sus conclusiones con la propia experiencia derivada de sus contactos con aquel gigantesco movimiento de clase del proletariado que fue el cartismo en Inglaterra. Consideró a los obreros como una clase particular, reconociendo que su salvación de la miseria y la opresión no podía depender de tal o cual receta socialreformista, cuyos costes dependieran del humor de algún capitalista filántropo. Por el contrario, los obreros, en su calidad de clase autónoma, debían superar, mediante su propia fuerza organizada, las privaciones de la miseria y de la ignorancia. Hermanados por los sufrimientos más allá de toda discriminación patriótica, o de lengua, raza, costumbres y religión, debían unirse internacionalmente para llevar a la práctica la gran obra de la autoemancipación. Además, Flora Tristan estaba convencida de que los obreros no hubieran podido dar este paso hacia la libertad social sin la devota y fraterna colaboración de las mujeres proletarias; colaboración que presuponía la emancipación de la mujer, la plena equiparación social de las proletarias. Su libro La unión obrera, escrito en 1843, explica a la clase oprimida el camino hacia la autoemancipación a través de la organización internacional de los proletarios y de las proletarias. He aquí algunas de las ideas contenidas en este libro:
“el proletariado, en cuanto clase, se constituye en una unión compacta, sólida e indisoluble. Esta organización escoge y paga a un «delegado», el cual defiende los derechos del proletariado como clase en el parlamento, frente a la nación y contra las demás clases; estos derechos son: abolición de todo privilegio; reconocimiento del derecho al trabajo para todos, hombres y mujeres; organización del trabajo. La unión provee los medios para la construcción de edificios populares, de grandes, espléndidos y funcionales complejos residenciales, cuyo modelo es, sin lugar a dudas, los falansterios de Fourier. En estos palacios populares se concentra todo el trabajo industrial y agrícola; los hijos y las hijas de los proletarios reciben una educación general y profesional; los palacios populares comprenden también -además de los institutos de asistencia y los hospitales para trabajadoras y trabajadores infortunados y enfermos- institutos para ancianos y pueden hospedar a científicos, artistas y extranjeros. La educación moral, intelectual y profesional de las mujeres del pueblo es el presupuesto indispensable para que se conviertan en los pilares de la energía moral de los hombres del pueblo. El único medio para alcanzar la libertad consiste en la igualdad jurídica del hombre y la mujer”.
Las concepciones de Flora Tristan son evidentemente utópicas y están basadas en muchas ilusiones. Si bien es cierto que no ignora la existencia de las contradicciones de clase de la sociedad burguesa, que es además el punto de partida de su programa para la unión internacional del proletariado, no deja al margen los aspectos principales del problema, o sea, el hecho de que las contradicciones de clase tienen su origen en las relaciones de producción social y que no pueden ser superadas dentro de los límites impuestos por el sistema de propiedad burgués. Por ello, falta también la necesidad de la lucha de clases, la necesidad de elevar el conflicto de clase entre proletariado y burguesía a lucha revolucionaria contra las relaciones capitalistas de producción, considerando a dicha lucha como el instrumento necesario para la instauración de la nueva sociedad. Para Tristan el objetivo de la unión de los proletarios y las proletarias en cuanto clase no es la lucha contra las clases explotadoras y dominantes, sino la cooperación con estas últimas. También existe un profundo abismo entre Flora Tristan y las rocas de basamento del socialismo científico, desde cuya cima Marx y Engels, algunos años más tarde, llamarán al proletariado a la unión internacional y al derrocamiento del capitalismo. Con todo, cuán desteñidas, nebulosas e inconsistentes nos parecen las frases, ligeramente teñidas de socialismo, de la Llamada de una muchacha y las reivindicaciones del sexo femenino publicadas por Louise Otto- Peters en la «Frauen Zeitung» durante los ardientes años 1848-49, si las comparamos con los proyectos y las consignas de la francesa elaborados mucho antes de que el huracán de la guerra civil llenase el aire con ideas de libertad y las reverberaciones del movimiento mezclaran al individuo con las masas. La valiente actividad de Flora Tristan se interrumpe con su prematura muerte. Debido a las fatigas de una campaña de propaganda a través de Francia, en la cual difundió su concepción social entre los obreros y las obreras, Flora Tristan enfermó y murió a la edad de cuarenta y un años. Su reconocimiento de la necesidad de organización de la clase obrera para poder autoemanciparse se confirmaría cuatro años más tarde con la revolución, pero los medios que ella previó para conquistar la emancipación fueron refutados por las circunstancias que vieron erguirse al proletariado francés durante la insurrección de junio como un poderoso y amenazador gigante.
La revolución de febrero de 1848 imprime un fuerte impulso al movimiento femenino francés. Por todas partes surgen círculos femeninos que se movilizan en la lucha por la equiparación política del sexo femenino. El movimiento supera el contexto puramente político y el círculo de mujeres burguesas que hasta entonces habían sido las principales activistas. Las mujeres trabajadoras se organizan para la defensa de sus intereses en la «Unión de las trabajadoras», en el «Círculo de las lavanderas» y en otras asociaciones de oficio. También la prensa se pone al servicio de las mujeres. Son numerosos los periódicos femeninos, y algunos diarios, que dan a conocer entre las masas la cuestión femenina. Los albores de la libertad, todavía envueltos en la niebla matinal, ocultan el irreconciliable conflicto de clase entre burguesía y proletariado; los estratos burgueses que han tomado el timón todavía siguen necesitando el fuerte brazo de la clase obrera. «Organización del trabajo» es la consigna del día que, como hemos visto antes, también había penetrado en Alemania. Se concede a las lavanderas una jornada laboral de doce horas, en vez de las catorce de antes; en adelante el trabajo de los presidiarios no debe hacer competencia desleal al trabajo manual femenino. El gobierno provisional acepta la reivindicación de las obreras a representar sus propios intereses en el seno de los poderes públicos: las delegadas femeninas deben deliberar unitariamente en la comisión encargada del trabajo femenino. Las reivindicaciones sociales planteadas por las feministas en el orden del día revolucionario unen el movimiento femenino con la lucha y la suerte de los obreros y obreras; estas reivindicaciones son: oficinas estatales de colocación; cooperativas productivas que vendan sus productos eliminando a los intermediarios usureros; construcción de lavaderos y sastrerías públicos, en los cuales las mujeres del pueblo puedan realizar las necesidades domésticas y reducir el gasto de energías físicas mediante un trabajo común organizado y funcional; comedores de fábrica; obligación legal de crear escuelas maternales en todas las empresas industriales para que las madres que trabajan puedan dejar en ellas a sus hijos; organización de Casas del Pueblo con restaurantes, salas de reunión y recreo, bibliotecas, etc.
Cuando a causa del desarrollo de las luchas de clase favorecidas por la instauración de la república, prevalecieron en el seno de la burguesía las tendencias reaccionarias, se puso claramente de manifiesto que la suerte del movimiento femenino estaba hermanada con la suerte del movimiento obrero. En la comisión de la Asamblea Constituyente de 1848, el discípulo de Fourier, Victor Considérant, amigo de Flora Tristan, presentó una moción a favor de la equiparación política del sexo femenino. El rechazo de la moción por parte de la Asamblea que había autorizado la sangrienta represión del proletariado en la batalla del mes de junio no puede sorprender a nadie. La nueva Constitución rechazaba de forma explícita la emancipación política de la mujer. Por ello, la presentación de candidatas en abril de 1849 para las elecciones a la Asamblea constituyente tuvo solamente un carácter propagandístico y testimonial. Una de estas candidatas fue Jeanne Desroin, una maestra que veía en el sistema socialista la liberación de la mujer y del obrero y que, al lado de Eugénie Niboyet, demostró ser una de las más resueltas feministas. El objetivo de su candidatura era el de dar la máxima publicidad a la consigna de emancipación del sexo femenino en una situación de creciente oscurantismo reaccionario. La cuestión femenina, que había estado de moda hasta hacia un año, había caído en el olvido. Jeanne Desrain, gracias a su valeroso comportamiento, consiguió imponer su candidatura en un distrito electoral de París, contra la fuerte resistencia de aquellos «socialistas» pequeñoburgueses que, de palabra, siempre habían defendido la emancipación de todos los oprimidos, salvo que tuvieran que afrontar de hecho, las consecuencias de su «ideal» por ruindad y egoísta miopía personal y fracciónalista. En las elecciones, Jeanne Desroin, que figuraba en la misma lista que George Sand, no consiguió ni siquiera veinte votos. En 1851, Pierre Leroux, socialista de la escuela sant-simoniana, había pedido a la Asamblea constituyente que la mujer fuese declarada “políticamente adulta”, pero, naturalmente no logró tener ningún éxito.
Por contraste, otro ejemplo de la «prehistoria» del movimiento femenino deja transparentar los miserables límites dentro de los cuales pudo manifestarse uno de los problemas fundamentales de la sociedad moderna en la revolución política de la burguesía alemana. En julio de 1848, en Seneca-Falls, en el Estado norteamericano de Nueva York, se celebró una asamblea de mujeres burguesas con el fin de iniciar una sistemática lucha por la plena equiparación del sexo femenino. Las dos promotoras de la reunión, Elizabeth Cady-Stanton y Lucretia Mott, habían conseguido ya cierto renombre como combatientes sociales en el movimiento de liberación de los esclavos negros. En aquel tiempo, era preciso que una mujer que quisiera discutir e incluso contestar la esclavitud poseyera un valor físico notable, además de moral. «La plebe urbana, se lamentaba, la prensa murmuraba y el púlpito tronaba»: así escribía Lucy Stone, una de las más activas propugnadoras de la liberación de los negros y de las mujeres en los Estados Unidos. Pero no todo se limitaba a lagrimas y lamentos: los curas y los periodistas podían sentirse satisfechos, ya que no faltaban ataques violentos contra las valientes mujeres que se atrevían a defender abiertamente la causa de los negros. Las experiencias de este tipo y la coherencia de la lucha por la emancipación de los esclavos negros hicieron madurar en Elizabeth Cady-Stunton y en Lucretia Mott la decisión de «convocar una reunión para discutir sobre la esclavitud de la mujer». Las mujeres reunidas en Seneca-Falls se manifestaron unánimemente a favor del derecho de voto del sexo femenino y reunieron sus protestas y reivindicaciones en una declaración, extremadamente radical, que no es naturalmente un documento de gran valor histórico. Tanto más en la medida en que copiaron literalmente aquella famosa declaración redactada casi tres cuartos de siglo antes, el de julio de 1776, con la cual las trece colonias norteamericanas de Inglaterra proclamaban su independencia; declaración basada en la concepción filosófica del «derecho natural» de todos los hombres y caracterizada por un fuerte tinte religioso. Los habitantes blancos de las colonias habían hecho descender a la vida social esa doctrina de derecho, los derechos inalienables de la persona dados por el Creador, eran ahora salvaguardados por un gobierno instaurado por el pueblo. El gobierno había violado estos derechos, en concreto reprimiendo el comercio y la industria americanas en favor de la madre-patria inglesa. En la «declaración» de Seneca-Falls, en lugar del rey Jorge III, soberano responsable de que el gobierno hubiera ultrajado aquellas leyes naturales y divinas, se menciona al hombre bajo la forma de «tirano» el cual, a pesar de que «también hubiera sido creado por Dios», ha privado fraudulentamente a la mujer «de los más sagrados derechos». El hombre, en esta ingenua concepción del mundo y de la historia, es presentado como el promotor consciente, omnipotente y autoritario de todas las situaciones e instituciones sociales cuyo dominio deben padecer las mujeres. Y sin embargo, el tono de la «declaración» es sorprendentemente enérgico, la estigmatización de las situaciones contempladas es clara, y las reivindicaciones expresadas lineales. Citemos algunos extractos:
“La historia de la humanidad es una historia de reiterados prejuicios y usurpaciones por parte del hombre en perjuicio de la mujer, los cuales se proponen el inmediato objetivo de una tiranía a su costa… El hombre no ha consentido nunca a la mujer que ejercitara su derecho inalienable al voto político… La ha obligado a someterse a leyes en cuya redacción no ha participado. La defrauda de los derechos concedidos a los hombres más ignorantes y degenerados, indígenas y extranjeros. La ha privado del derecho más importante de un ciudadano, el derecho al voto, de cualquier tipo de representación en los cuerpos legislativos, oprimiéndola en todos los aspectos. Ha destruido civilmente a la mujer, desde el punto de vista de la ley. La ha privado de todo derecho de propiedad, así como del salario ganado por ella misma. La ha transformado en un ser moralmente irresponsable en cuanto le permite cometer muchos crímenes siempre que sean cometidos en presencia del marido. El matrimonio la obliga a prometer obediencia al marido, el cual se convierte en su patrono en todos los sentidos, ya que la ley le concede el derecho de privarla de su libertad y de castigarla”.
La «declaración» afirma además que:
“el hombre ha regulado las leyes sobre el divorcio, en lo que se refiere a los motivos y consecuencias de la separación, de tal modo que «la felicidad de la mujer no se tiene absolutamente en cuenta». El hombre hace pagar impuestos a la mujer soltera para sostener un gobierno que solamente la tiene en cuenta cuando puede utilizar su patrimonio. Ha monopolizado casi todas las profesiones rentables, mientras que las que la mujer tiene posibilidad de ejercitar tienen una remuneración bastante mísera. Le cierra cualquier camino hacia la riqueza y la distinción… Le ha quitado la posibilidad de una educación, superior, excluyéndola de la universidad. El hombre sólo le otorga una posición subordinada, tanto en la iglesia como en el Estado… Ha tergiversado las concepciones morales de la opinión pública estableciendo distintas leyes morales para el hombre y para la mujer… Se ha arrogado el derecho de Jehová por cuanto se arroga el derecho de determinar el modo de vida de la mujer, que en cambio sólo compete a su conciencia y a su dios. Se ha esforzado por todos los medios en privarla de todo poder autónomo, y de toda estima personal para hacerla dócil y obligarla a conducir una vida sometida e indigna.
(…) Frente a esta total esclavitud de la mitad de nuestro pueblo, a su humillación en la sociedad y en la religión; frente a las injustas leyes que acabamos de mencionar y, finalmente, frente al hecho de que las mujeres se sienten ultrajadas, oprimidas y defraudadas en sus más sagrados derechos, nosotras pedimos con insistencia que les sean concedidos todos los derechos y privilegios que esperan en su calidad de ciudadanas de los Estados Unidos. Preparándonos para esta obra sabemos que vamos a provocar no pocos malentendidos, y que nos exponemos a la irrisión de la gente; sin embargo, nos serviremos de cualquier medio que esté a nuestra disposición para alcanzar el objetivo fijado. Celebraremos mítines, distribuiremos opúsculos, enviaremos peticiones a los cuerpos legislativos y nos esforzaremos por ganar para nuestra causa al púlpito y a la prensa. Esperamos que esta asamblea se vera seguida de otras asambleas por todo el país.”
Las mujeres reunidas en Seneca-Falls habían profetizado que las primeras consecuencias serían distorsiones y burlas. Esto escribió Elizabeth Cady- Stanton.
“Nuestra declaración de independencia fue referida por todos los periódicos, desde el Maine hasta Louisiana, ridiculizando todo lo ocurrido. Mi padre vino a Nueva York en el tren de la noche para ver si es que me había vuelto loca”
Pero todavía fue más doloroso el hecho de que “muchas mujeres que habían suscrito la declaración retiraron su firma”.
Por lo demás, y aun cuando fuese muy limitada su petición sobre la base del derecho natural de los plenos derechos para las mujeres, la reivindicación de sus «derechos inalienables de los cuales el hombre las ha defraudado», las norteamericanas no estaban del todo equivocadas, por lo menos desde un punto de vista formal. En virtud de la ley fundamental de la Constitución inglesa («ninguna representación, ningún impuesto»), las mujeres que habitaban las colonias inglesas de aquel entonces en la América del Norte, en su calidad de «habitantes nacidas libres», de «contribuyentes» y de «cabezas de familia», poseían derecho de voto en los órganos representativos municipales y estatales. Derecho este último que también había sido concedido a las mujeres que tenían propiedades en la madre-patria inglesa, en lo que respecta al Estado hasta 1832 y a los municipios hasta 1835. En último análisis, no se trataba del derecho de la persona, sino del derecho del poder de la propiedad, de la posesión pero, a pesar de esta limitada excepción, siempre era un reconocimiento del principio del derecho de las mujeres a participar en las cosas públicas. Las mujeres inglesas, en los dos siglos que precedieron a la pérdida de este derecho, no lo habían utilizado nunca, naturalmente. Cuando las trece colonias se unieron en una confederación de Estados, después de la guerra de independencia contra Inglaterra que duró desde 1774 hasta 1783, las mujeres todavía podían desempeñar, en base a este derecho de voto, su función de ciudadano activo en nueve de estos Estados. Solamente en cuatro Estados -Virginia, Nueva York, Massachusetts y New Hampshire- les había sido negado el derecho al voto, en parte ya en el curso de los últimos años que precedieron a la fundación de la Unión. Las mujeres americanas habían cumplido su deber de ciudadanas con valentía y resolución durante la guerra contra Inglaterra y sus tropas de mercenarios. En los debates que tuvieron lugar para decidir la Constitución en el congreso de Filadelfia, en 1787, reivindicaron que se reconociera el derecho de voto al sexo femenino y que se incluyera en la Constitución federal de todos los Estados. La propuesta fue rechazada y el derecho de voto de la mujer fue suprimido en los años sucesivos en los nueve Estados que todavía lo contemplaban en 1787. De hecho, en las leyes electorales se había incluido a propósito el término «hombre», siendo el último Estado en hacerlo el de New Jersey en 1807.
Por lo que se refiere al contenido de la «declaración» de Seneca-Falls, debe añadirse que los Estados Unidos de América, hacia la mitad del siglo XIX, seguían siendo en su mayor parte un país de colonos con una situación social y económica que asignaba a la autonomía y al espíritu de iniciativa de la mujer un importante papel en el seno de una sociedad en vías de formación y que todavía no se había estabilizado. La resonancia de la declaración de Independencia de 1776 ni siquiera contrastaba en el tono con el nuevo texto, al menos para los oídos de aquella fe puritana que predominaba en los Estados de la Nueva Inglaterra. Era más un reflejo del Viejo Testamento con sus gloriosos combatientes del espíritu y de la espada, hombres y mujeres, que no de la servil beatitud del Nuevo Testamento. La ideología de la sumisión, ideología cultivada por la orientación luterana del protestantismo que reducía cualquier relación entre personas a la relación entre súbdito y autoridad, les era totalmente desconocida. No pocos de los espíritus más resueltos y radicales del «Nuevo Mundo» descendían de círculos de cuáqueros testarudos, los cuales reconocían iguales derechos y deberes para el hombre y la mujer, tanto en la casa como en la iglesia, en flagrante contradicción con las palabras del personaje histórico de la biblia cristiana Pablo:
“El hombre es el señor de la mujer, como Cristo es el señor de la Iglesia.”
Los acontecimientos históricos que hemos citado demuestran claramente que la revolución alemana de 1848-49, en lo que respecta a la emancipación femenina, ni siquiera logró dar un pequeño paso adelante si se la compara con las conquistas de la revolución francesa. Tampoco alcanzó su nivel, tanto en lo que concierne a la clara y específica formulación de las reivindicaciones de derechos del sexo femenino y la necesidad de continuar avanzando enérgicamente, como en lo que concierne a la intervención revolucionaria de mujeres eminentes y de amplias masas femeninas en el curso de los acontecimientos producidos para la transformación de la sociedad. Y todo ello después de medio siglo de historia dominado por el poderoso avance de un capitalismo reorganizado. Decir que el movimiento femenino no había adelantado nada equivale a decir que había retrocedido. Pero la base de esta regresión eran los enormes avances del desarrollo histórico y la maduración de las contradicciones de clase en el período situado entre la revolución francesa y la alemana. De este modo surge y se afirma uno de los contrastes indisolublemente ligados a la sociedad burguesa, fundada sobre las contradicciones de clase. La burguesía alemana no podía ya jactarse de ser la promotora de los intereses más altos de toda la humanidad, como sí lo había podido hacer su hermana francesa con la embriagadora y seductora retórica de la filosofía del derecho natural. La burguesía alemana no podía ignorar la contradicción de clase con el proletariado, afrontar valientemente los más diversos problemas sociales y liberar las reprimidas energías de los explotados para ponerlas a su servicio. Esta calamidad histórica de la burguesía alemana ha sido caracterizada por Rosa Luxemburg del siguiente modo:
“La fuerza y autoridad de los dirigentes burgueses, la temeridad, la grandiosidad y la eficacia de sus acciones tiene su medida en su capacidad para engañarse a sí mismos y engañar a las masas que les siguen sobre el verdadero carácter de sus objetivos, sobre los límites históricos de sus tareas. Los principales dirigentes de la burguesía han sabido conducir las clases burguesas a la revolución francesa, a aquella primera lucha de clases moderna cuyas consecuencias históricas estaban escondidas por un arco iris iridiscente y nebuloso de ilusiones ideológicas. Cuanto más avanza el curso de los acontecimientos, haciendo que ya sea imposible continuar la ilusión y seguir engañando a las masas, tanto más fracasan los partidos burgueses, y tanto más desciende el nivel de sus dirigentes. Piénsese al respecto en la diferencia que existe entre los gigantes de la gran revolución y los pigmeos de la revolución del [mil ochocientos] cuarenta y ocho.”
La revolución alemana se vio enfrentada a un conflicto de clase tan avanzado entre burguesía y proletariado, que no podía actuar sin que la correlación de fuerzas entre estas dos clases se inclinara a favor del proletariado, propiciando con ello el desarrollo de una revolución propiamente proletaria. La tendencia histórica general que hemos esbozado también se verificó en los problemas más maduros de la cuestión femenina. Su formulación casi siempre fue confusa, imprecisa y fragmentaria, tomando prestadas sus consignas con timidez, fragilidad e insuficiencia. El temor al proletariado, en el cual quedó atrapada la revolución alemana, hizo retroceder también la causa de la emancipación femenina, disminuyó su amplitud y alcance y paralizó su empuje. Esta es la razón por la cual las dirigentes burguesas del movimiento femenino y las combatientes de la revolución nos parecen mucho menos vigorosas, significativas y brillantes que sus hermanas francesas. El viento de la revolución no soplaba con bastante fuerza y calor como para que la adormecida energía de las mujeres alemanas se despertara y las arrastrara con ímpetu a la lucha. Además, existieron también problemas de mayor gravedad que contribuyeron a hacer fracasar la afirmación de la cuestión femenina en la sociedad burguesa. En esta sociedad, los portavoces y partidarios de la ideología burguesa son sobre todo los intelectuales, los profesionales. El capitalismo ascendente hace crecer, como es obvio, la importancia de los intelectuales en la sociedad, pero al mismo tiempo deforma su situación, haciéndola más insegura y contradictoria. Avanza mucho más el temor a la concurrencia de las mujeres en las profesiones liberales, entendidas como monopolio del hombre, lo cual no sólo hace imposible una clarificación de la cuestión femenina, sino que provoca también su marginación en nombre de dios o de la ciencia. También el burgués, que ve con buenos ojos un progresismo moderado, experimenta una doble reacción, como macho y como hombre, frente a la reivindicación de igualdad de la mujer. Por una parte entiende, o por lo menos intuye, que con la abolición de la vieja economía doméstica productiva, la forma familiar tradicional se ha hecho pedazos y que la mujer necesita una actividad más completa que eleve su personalidad. Una mujer más educada, que comprenda muchas cosas, le conviene; una mujer culta, socialmente activa, como representante de «su» casa, lo halaga. Pero, por otro lado, una mayor libertad e independencia de la mujer en la familia, si la compara con la situación del pasado, pone en peligro su tranquilidad, su indolencia, sus costumbres. Ahora está mucho menos dispuesto a permitir que su situación de patrono en la casa sea puesta en peligro, dado que las tradicionales garantías de su posición están vacilando en la vida pública y se ve obligado a hacer frente a una enervante concurrencia.
Además, el conflicto se hace más evidente cuando el ciudadano ve que, en su calidad de empresario, debe enfrentarse directamente con el movimiento femenino. La disolución de la economía familiar como economía productiva y de la forma familiar predominante no sólo es consecuencia, sino también premisa, del poderoso desarrollo de la industria capitalista, a la cual se abren nuevos sectores de trabajo y nuevos mercados y la aportación de nueva fuerza de trabajo. La mujer vinculada a tradiciones y leyes es un objeto de explotación más dócil e indefenso de lo que lo sería una conciudadana que tuviera iguales derechos y que fuera capaz de luchar con las mismas armas políticas del hombre contra su explotación.
El manifiesto comunista y Los principios del comunismo confirman el hecho de que las tendencias del desarrollo capitalista descritas por Engels operaban realmente en el período de la revolución alemana e influían en la actitud manifestada con respecto al problema de la emancipación femenina. Ambos documentos demuestran al mismo tiempo que, mediante la clarificación y valoración del proceso histórico que conduce a la liberación de la mujer, el comunismo ha superado en mucho al liberalismo y a la democracia. Con el posterior desarrollo del capitalismo y de las contradicciones generales que lo acompañan en la sociedad burguesa, también los contrastes en la toma de posición sobre la cuestión femenina se han ido agudizando mucho más de lo que lo estaban en 1848. Su incidencia puede advertirse aún hoy en la lucha por la plena emancipación y equiparación del sexo femenino.
1 Louise Otto-Peters, Das Recht der Frauen auf Erwerb («El derecho de las mujeres al trabajo asalariado» J, Hamburgo, 1866, pp. 77-8.
2 Friedrich Engels, Anti-Düring, Grijalbo, México, 1968, p. 315.
3 Friedrich Engels, Anti-Düring, Grijalbo, México, 1968, pp. 315-16.
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