OSRT – Organización Socialista Revolucionaria de los Trabajadores – México      

OMI  –  Opción Marxista Internacional – Colombia / Ecuador

26/03/2021

Siete misiles hablan más que mil palabras. Al menos eso debió quedar claro la noche del jueves 25 de febrero, cuando esa cantidad de bombas fue lanzada en la frontera de Siria con Irak por Estados Unidos, contra milicias a las que acusan de estar apoyadas por Irán. Menos de una semana después, el 03 de marzo, el secretario de estado Antony Blinken informó al mundo los principios en política exterior de la nueva administración: “Incentivaremos el comportamiento democrático, pero no promoveremos la democracia mediante costosas intervenciones militares o intentando derrocar regímenes autoritarios por la fuerza. Probamos estas tácticas en el pasado. Por bien intencionadas que sean, no han funcionado; han dado mala fama a la promoción de la democracia y han perdido la confianza del pueblo estadunidense. Haremos cosas diferentes” [1].

Una nueva agresión militar que desnuda la vocación del «democrático» Biden

36 días al mando le bastaron al demócrata Biden para lanzar un nuevo bombardeo en represalia por ataques previos de dichas milicias el 15 y 22 de febrero contra las fuerzas de ocupación norteamericanas en Irak con la intensión, según afirman, de enviar un «mensaje inequívoco» a Irán y a los propios aliados norteamericanos de tener la «voluntad de defender» las posiciones que han conquistado y dejando claro, adicionalmente, de que son capaces de usar sus bombas sin importar el gobierno de turno ¿acaso alguien lo dudaba?

El ataque fue hecho en tiempo récord si tomamos en cuenta que Trump tardó 77 días desde su entronización en bombardear, el 07 de abril de 2017, a tropas leales a Bashar Al-Asad, al que acusaban por el supuesto uso de gas sarín contra una población siria donde había rebeldes. Hoy, el pentágono se apresura a esclarecer que el nuevo bombardeo fue una «respuesta militar proporcionada» y que «se llevó a cabo junto con medidas diplomáticas»; no sabemos si lo dicen solo para no deslucir la hazaña de su nuevo jefe Biden de lanzar solo 7 misiles, en comparación con los 59 lanzados por Trump, o por aquello de lo «costosas» que son esas «intervenciones militares» para los contribuyentes, sin tener, al menos, un mínimo de apoyo externo e interno. Tal vez esos genios militares del pentágono tengan una manera de establecer una ecuación que relacione la magnitud de la afrenta, con la cantidad de municiones descargadas en el ataque de respuesta; entretanto, será un misterio para nosotros la valoración que hacen de lo «proporcionado» del ataque.

Hay que agradecer, sin embargo, la cínica sinceridad de Blinken al aceptar la permanente conducta intervencionista del imperialismo norteamericano. Por supuesto, no pretendemos responsabilizarlo de toda esa sistemática conducta, si acaso únicamente de aquellas responsabilidades que le corresponden durante su participación en el gabinete de Obama, ese tristemente célebre premio nobel de la paz que pasó ocho años en guerra. El nuevo bombardeo es ciertamente un hecho que trasciende a la sola voluntad de un funcionario, por muy perverso que nos parezca el individuo en cuestión y se inscribe en la historia y naturaleza del imperialismo norteamericano. No sería Biden, por ciento, quien rompería esa tradición. Tal vez aspire a otra reluciente medalla Nobel para gloria de su nación, al fin y al cabo, él tiene mucho cuidado de no parecer «desproporcionado» en sus respuestas militares; nadie podría acusarlo de semejante barbaridad. Dejemos que la historia nos lo diga.

Una larga tradición de agresiones, intervenciones y saqueos

No, el nuevo bombardeo no es un hecho fortuito. Sistemáticamente, el imperialismo norteamericano ha invadido, saqueado, bombardeado, despuesto e impuesto gobiernos, a numerosos pueblos del mundo, en coalición con otras potencias o unilateralmente. La lista es enorme, pero Medio Oriente es bastante representativo de sus atropellos y crímenes. Esa región fue desgarrada en el pasado por potencias como Francia, Reino Unido, Italia y Alemania, pero después de la segunda Guerra Mundial debieron aceptar a Estados Unidos como jefe de los nuevos pillajes, a cambio de seguir participando del botín.

Bajo mentiras de que había armas de destrucción masiva, el gobierno de Bush hijo invadió Irak en 2003 y Afganistán en 2001, destruyendo todas sus instituciones burguesas para intentar construir otras a su modo y beneficio. Mientras en esos dos países, Sadam Husein y los Talibán, respectivamente, le fueron útiles, formaron parte de sus aliados intocables, pero cuando contravinieron sus intereses, fueron derrocados.

En 2011, las masas de Medio Oriente y el Norte de África, pretendieron tomar su destino en sus manos y se lanzaron decididamente contra sus dictadores locales, a los que habían soportado por décadas en Túnez, Egipto, Libia, Argelia, Yemen, Jordania y Siria, exigiendo mayores libertades democráticas y mejores condiciones de vida. Fue tan poderosa esta necesidad, que lanzó a las calles (y a la política) a todos los estamentos de clases que integran esos pueblos, siendo capaces de sobreponerse a las divisiones étnicas y los sectarismos religiosos con las que los tenían atados, justamente para evitar esas acciones, convirtiendo esas luchas en verdaderamente populares y verdaderamente nacionales en cada país donde estallaron. Y una vez más, el imperialismo intervino para evitar a toda costa que pudieran tomar las riendas del poder, tratando por supuesto de convencerlos de que compartía sus aspiraciones de libertad y progreso. Claro que podían entregar retazos de democracia, allí donde la fuerza de las luchas hiciera imposible arrebatarles todo de inmediato, teniendo siempre la firme convicción de hacerlas retroceder a la primera oportunidad y, por otro lado, no dudaron en lanzar acciones militares, allí donde las masas insurrectas no tuvieran la fuerza suficiente para sostener sus luchas e inclinar la balanza a su favor.

En Egipto, por ejemplo, después del derrocamiento de Hosni Mubarak por las enardecidas masas el 11 de febrero de 2011, el partido de los Hermanos Musulmanes ganó las elecciones a mediados de junio del año siguiente, que nadie había cuestionado de antidemocrática, y fueron derrocados un año después mediante un golpe militar. Mohamed Morsi, a pesar de su triunfo electoral, no había logrado el apoyo de toda la burguesía en torno suyo, ni cerrado la inestabilidad política, por lo que demandaba la aprobación de una ley que le permitiera mayores poderes e inmunidad para sus acciones, lo que desató nuevamente la ira de las masas, quienes demandaron su dimisión. Las viejas direcciones políticas y burocráticas de la burguesía de la era Mubarak, formando un Frente de Salvación Nacional (como quisieron llamarse) junto a líderes religiosos islamistas y cristianos coptos, clamaban efectivamente la salvación de sus intereses del peligro revolucionario que acechaba nuevamente y esa salvación llegó finalmente de manos del ejército. Una junta militar afín al imperialismo norteamericano, tomaba a sangre y fuego el control de la situación y los miembros de los Hermanos Musulmanes fueron apresados y su organización declarada ilegal. La democracia burguesa que inicialmente le fue ofertada a las masas para calmar su ira, caía bajo los fusiles de los generales, siervos del nuevo faraón.

En Libia, por otra parte, después de las masivas movilizaciones de febrero, duramente reprimidas por el gobierno, que rápidamente devinieron en guerra civil para mediados de marzo, fueron las milicias de oposición agrupadas en un Consejo Nacional de Transición quienes, habiendo pactado con el imperialismo y apoyadas económica, política y militarmente por la OTAN, dieron persecución y muerte al prófugo dictador Muamar Gadafi, el 20 de octubre de 2011, en su natal Sirte.

La crisis de dirección revolucionaria y el avance de la contrarrevolución

Estos ejemplos ilustran como el imperialismo, aprovechando “el río revuelto” por los masivos movimientos revolucionarios y consciente de que las masas carecían de una dirección política revolucionaria que los encaminara a la toma del poder y diera una solución obrera a la crisis que padecen, se lanzó a reforzar sus posiciones en la región y a conquistar nuevas allí donde algunos de esos dictadores se lo habían dificultado en el pasado, pues adoptaban, en mayor o menor medida, posiciones políticas independientes que contravenían sus intereses. La franqueza y el entusiasmo del entonces jefe de la pandilla norteamericana, el presidente Obama, no deja lugar a dudas de que veían con claridad una «oportunidad histórica» para ellos[2], porque correctamente caracterizaban la ausencia de dirección revolucionaria y la presencia de direcciones contrarrevolucionarias dispuestas a negociar la entrega de las masas con las manos atadas a la espalda, a cambio de ser incluidas en el reparto del botín. El éxito que haya conseguido en descarrilar esos procesos insurreccionales, se basa inicialmente en este cálculo. Si el gobierno sirio de Bashar Al-Assad no ha caído por las manos del imperialismo norteamericano, ha sido porque otras potencias regionales, directamente Rusia e Irán e indirectamente China, han hecho el mismo cálculo de avanzar posiciones y han dado a Al-Assad el soporte militar o diplomático necesario.

El reflujo de la clase obrera en los principales centros imperialistas, perplejos ante las crisis económicas que azotaban sus países, por un lado, y la debilidad de la clase obrera en Medio Oriente, por otro lado, explica la confianza ganada por las diferentes burguesías imperialistas y las burguesías lacayas de la región, de que no darían, por el momento, una respuesta organizada y pudieron así, exhibir sus diferencias y exigir sus intereses, con el mayor descaro que les es posible, logrando fracturar la unidad inicial de las masas al anteponer nuevamente las diferencias étnico-tribales y los sectarismos confesionales que atizaron la inestabilidad política y convirtieron esos procesos revolucionarios abiertos en 2011, en cruentas guerras civiles donde se enfrentan directa e indirectamente esas burguesías.

Sectores de la pequeña burguesía, impaciente ante el retroceso de la clase obrera, se han decidido a empuñar los fusiles que le ofrecen los diversos imperialismos, de un bando o de otro, y se muestran dispuestas a pactar acuerdos temporales por la expulsión de los invasores, con quien se lo ofrezca. Queda claro que, en la guerra civil, las tareas políticas se resuelven mediante medios militares y las tácticas son siempre cambiantes. Las masas por su lado, ocasionalmente hacen manifestación de fuerza en algunos países, pero el impulso inicial de 2011 ha perdido su potencia y ha dado lugar, con mayor frecuencia, a acciones aventureras individuales de mártires, que al inmolarse, pretenden sustituir a las masas; que ante su retroceso, actúan con desesperación; y de manera más acentuada en la medida que la clase obrera retrocede posiciones de manera desordenada, quedando a la vista de todos, un suelo sembrado de destrucción y muerte por sus enemigos de clase. Más de 5 millones de sirios han debido huir de un país en llamas y junto a otros miserables, hermanados por la misma rapiña capitalista, empujan las vallas en las fronteras de las potencias europeas (y de Norteamérica) instaladas para impedirles tener, siquiera, una última esperanza de refugio. Son esas mismas potencias imperialistas que azotan las puertas en la cara, las responsables de la tragedia en Medio Oriente.

El verdadero significado de la «promoción de la democracia» imperialista

Todos los gurús y estrategas de la burguesía concuerdan en afirmar que Medio Oriente, es un avispero y, ¿acaso se puede obtener miel de un avispero? ¿Se pueden aceptar semejantes acciones intervencionistas del imperialismo y en cambio negar el derecho de legítima defensa a los pueblos agredidos? Sí, es la respuesta obvia del agresor y el argumento que esgrime, alzando orgulloso su frente, es que lo hace porque es su misión histórica, su «destino manifiesto», el mandato divino de llevar «su democracia» al resto del mundo, mediante acciones de fuerza, inclusive. Como en su tiempo el viejo Imperio Romano, se consideran a sí mismos los únicos garantes de la civilización, el resto del mundo solo son bárbaros que necesitan de su “intervención civilizadora”.

Pero los revolucionarios materialistas no nos dejamos engañar por la mitología, pretendidamente profética, del inevitable y fatalista destino que nos toca vivir a los pueblos del mundo bajo el yugo imperialista. La burguesía imperialista norteamericana, quien deliberadamente difunde esas fantasías, tiene detrás intereses más terrenales y menos divinos. Es la ambición y sed de ganancias del sistema de producción capitalista que ella sostiene, la que impulsa sus acciones. Es mediante la fuerza (militar, policial, judicial, ideológica, etc.) la única forma en que una capa social minoritaria puede imponer su voluntad para que la inmensa mayoría de la población trabaje para ella y le entregue la riqueza que produce; tal es la función histórico-social del Estado capitalista y más marcadamente en su fase imperialista, aún de aquel que se jacte de ser el más democrático.

Hace ya mucho tiempo que el desarrollo del capitalismo creó fuerzas de producción tan poderosas que desbordaron las fronteras nacionales y los países fueron arrojados a la corriente del comercio mundial. De manera particular, pero no exclusiva, en todos aquellos países que adquirieron un carácter imperialista, la explotación de su propia clase obrera y la expoliación de los recursos naturales de su país, no eran ya suficientes para el tamaño alcanzado por su economía. Las agresiones militares al resto del mundo, le han permitido al imperialismo asegurarse materias primas, mercado para sus productos y también mano de obra que explotan a bajo costo (en algún periodo incluso mano de obra esclava, no puede olvidarse). Esta incesante dinámica ha llevado a dos guerras mundiales a los diversos imperialismos que se enfrentan por el mismo objetivo: el reparto del mundo (con ayuda de la diplomacia, cuando ésta es aún posible, o por la fuerza militar, cuando la primera falla). Esta es la naturaleza que ha adquirido el capitalismo en su desarrollo. Esta es su esencia en su fase de descomposición.

Detrás del espejismo del «sueño americano» del siglo XX, particularmente en la segunda mitad, con el relativo bienestar y desarrollo de las clases medias, incluyendo capas de la aristocracia obrera, se escondía la expoliación y el saqueo de las riquezas de otros pueblos. La burguesía norteamericana repartía migajas a su pueblo para mantener su apoyo. La relativa estabilidad política interna que ello le reportaba, era la base de su democracia, una democracia interna que tiene sus nutrientes en el sudor y sangre de los pueblos oprimidos.

Pero, en la medida que la crisis económica avanza y se incrementan las dificultades para el saqueo de otros pueblos, la burguesía norteamericana se lanza contra las conquistas de su propia clase obrera y el reparto de migajas se le ha hecho imposible, haciendo descender el nivel de vida de las clases medias y pequeña burguesía. En la misma medida se esfuma el apoyo a las fantasías de los supuestos beneficios para el pueblo norteamericano por la «exportación de la democracia», mediante «costosas intervenciones militares». Las dificultades exteriores se transformaron en interiores. La política exterior e interior, se condicionan mutuamente.

Las diversas direcciones políticas, sindicales, religiosas e ideólogos a sueldo, con el pecho hinchado de patriotismo, siguen vociferando la fantasía de la superioridad norteamericana para convencer al proletariado y a las masas oprimidas de dar su apoyo político a esas aventuras intervencionistas. Pero la fantasía civilizadora ya no engaña tan fácilmente a las masas norteamericanas que, pese a eso, han visto descender su nivel de vida y cada día ven con mayor claridad que solo una minúscula élite ha obtenido grandes beneficios de ello. Tal es la base económica y psicológica del masivo apoyo a la consigna de Trump de «primero américa», quien al igual que Biden, vociferó contra esas «costosas intervenciones militares». He aquí la amenaza que ve la burguesía norteamericana y que ha puesto en tensión su democracia imperialista, a la que ahora aprecian frágil: la conciencia creciente de las masas trabajadoras del engaño histórico.

Solo la confusión, deliberadamente sembrada, puede llevar al proletariado a apoyar las intervenciones militares de esos gobiernos imperialistas. Creer que con ellas se ayuda a esos pueblos invadidos a sacudirse de encima a sus dictadores, es como pensar que se ayuda a un caminante que lleva ya una pesada carga, colocándole una losa sobre su espalda. El imperialismo no ha tenido nunca la vocación del buen samaritano en el camino de esos pueblos robados y golpeados, aunque quiera convencernos de lo contrario. Nunca ha tenido problema con los dictadores, siempre que él los imponga. Intentará derrocar «regímenes autoritarios», como afirma Blinken, solo si le son adversos. No hay ningún idílico principio democrático en sus acciones. Por eso el nuevo gobierno de Biden puede condenar la sucia labor de Putin de cerrar la boca con veneno a sus opositores, destreza química que ha dominado sin duda el gobierno ruso, pero no puede condenar la eficacia del príncipe heredero saudí, Mohamed bin Salman, para descuartizar periodistas incómodos. ¿Qué hay allí, doble discurso moral como afirman algunos? No, intereses, simple y llanamente. Esos mercaderes del desierto son, no solamente los principales proveedores de crudo y acumuladores de “petrodólares”, sino sus mejores compradores de armas y la más entusiasta fiera que tienen en la región contra Irán, sin demérito del papel de gendarme bien vestido y armado que también juega Israel, agradecido por la oportunidad que le brinda la historia de ser ahora el verdugo en los nuevos campos de concentración palestinos, quienes heroica y repetidamente, dan muestras de que se niegan a ser un pueblo sin nombre.

Las tareas del proletariado mundial y norteamericano en particular

Es indudable que, aún con la cantidad de pruebas criminales acumuladas en el juicio de la historia, la burguesía norteamericana ensayará nuevas formas de control político e ideológico para recuperar la estabilidad interna, pues teme a los que somete y explota en su propio país; solo en ese sentido el nuevo gobierno de Biden busca desesperadamente fórmulas para hacer «cosas diferentes» que le sigan reportando ese apoyo. Necesita mantener su beneplácito para saquear a otros pueblos y su docilidad para dejarse explotar, siempre que lo haga la burguesía de su propio país, porque ese es el verdadero significado del nacionalismo que pregonan, el derecho de explotación exclusiva que reclama la burguesía norteamericana sobre su nación: América para los americanos. Sin embargo, la decadencia del capitalismo imperialista norteamericano, basado en un parasitismo global, ya no deja ni un argumento místico en pie. El glorioso orgullo civilizador de la mayor economía del mundo, se transforma en ruina y miseria.

El hundimiento del nivel de vida de las masas trabajadoras norteamericanas, pone de manifiesto que su burguesía imperialista ya no es capaz de seguir desempeñando tranquilamente su papel de clase dominante que asegura a su esclavo, por lo menos, las condiciones mínimas que le permitan seguir arrastrando su existencia de esclavitud y le ha dejado descender hasta el punto de verse obligada a mantenerlo, en vez de ser mantenida por él. ¿De dónde saldrán los recursos billonarios aprobados ahora para paliar, al menos temporalmente, el hambre agudizada por la pandemia y la ira que amenaza el Statu Quo en la vida de las élites? La ficción “liberal” afirma que saldrán solo de los impuestos que arrancan a los ciudadanos y que las élites están dispuestas a contribuir sobremanera, pero hay suficientes razones históricas, como hemos visto, para creer que seguirá siendo mediante el saqueo y la expoliación de otros pueblos, como buscarán nuevamente los recursos para esas necesidades internas y de manera más imperiosa, en la medida que el capitalismo norteamericano se hunde.

La clase obrera norteamericana no puede dejarse engañar, su futuro no está en el rol intervencionista y parasitario de la burguesía de su país, ahora representada por Biden. No hay nada que pueda esperar de esa conducta criminal, sino miseria. Su enemigo no son los pueblos del mundo. Su enemigo está en casa. Pese a que fue convencida de que el voto por Biden era la única alternativa que tenía para mejorar su situación (y con la ilusión de detener simultáneamente a Trump), la clase obrera norteamericana tiene el enorme reto de avanzar con sus propias demandas, de confiar es sus propias fuerzas y de aglutinar alrededor suyo a todas esas masas que también muestran el hartazgo por su decadente nivel de vida. El Trumpismo no es nada sin el apoyo de las masas que hoy lo alzan en hombros y solo las tiene de su lado porque éstas no han visto en la clase obrera una fuerza capaz de transformar la realidad norteamericana, porque aún no han visto en ella la suficiente determinación para enfrentar a esas élites que las han arruinado.

No serán los demócratas quienes convencerán a esas masas de apoyar las acciones de la clase obrera, ni los que darán una lucha consecuente contra los sectores de extrema derecha, que reflejan la desesperación pequeño-burguesa por soluciones drásticas y autoritarias. Solo la independencia política del proletariado y sus luchas, pueden inclinar la balanza a su favor. Solo construyendo sus propios organismos de combate y su propio partido de clase, puede barrer al Trumpismo. Pero no es apoyando los bombardeos de su burguesía contra otros pueblos como la clase obrera avanzará en mejorar su situación. No es haciendo fuerte a su burguesía como se fortalecerá ella misma, sino luchando contra su enemigo de clase, aprovechando su división y debilidades, acercándose el apoyo de todos los explotados dentro y fuera de su país, en acciones conjuntas con todos aquellos grupos y corrientes dispuestos a oponerse al imperialismo. A la diplomacia burguesa, que busca el apoyo a sus acciones militares intervencionistas, la clase obrera debe oponer el más amplio internacionalismo obrero. Es precisamente con la unidad del proletariado mundial y las masas oprimidas, como podrá detener esas guerras, retener sus conquistas y avanzar hacia nuevas posiciones. La burguesía imperialista, a pesar de todas sus bombas, no es invencible. El proletariado y las masas oprimidas en el Medio Oriente, recuperarán su fuerza de combate, en la medida que la clase obrera de los centros imperialistas, hagan retroceder a sus mismos verdugos con decididas acciones revolucionarias. No hay mejor ayuda que pueda brindar el proletariado de los países avanzados a esos pueblos sometidos por las armas.

Para la clase obrera norteamericana en particular, el repudio a la política intervencionista de Biden, es la mejor forma de iniciar con esa tarea contra su propio verdugo. El grito de las masas oprimidas de ¡No a los bombardeos de los pueblos! ¡Fuera imperialismos intervencionistas de medio oriente! ¡Autodeterminación de los pueblos!, debe ser su propia voz.


[1] Secretary of State Antony Blinken delivers remarks on foreign policy. (https://youtu.be/B8jPkKwLUww)

[2] Remarks by the President on the Middle East and North Africa. The White House. Office of the Press Secretary, May 19, 2011, https://obamawhitehouse.archives.gov/the-press-office/2011/05/19/remarks-president-middle-east-and-north-africa

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí