«El obrero agrícola es, en la aldea, el hermano y el compañero del obrero de la industria. Son dos partes de una sola y misma clase. Sus intereses son inseparables. El programa de las reivindicaciones transitorias de los obreros industriales es también, con tales o cuales cambios, el programa del proletariado agrícola.»

León Trotsky, El Programa de Transición, 1938. (Ver artículo completo) 

El pasado 06 de octubre el gobierno nacional a través de su Ministra de Agricultura y Desarrollo Rural, Cecilia López, anunció la compra de 3 millones de hectáreas a la Federación Colombiana de Ganaderos (Fedegán). Según el gobierno, este acuerdo va en la senda de dar cumplimiento al primer punto de lo firmado en La Habana entre las FARC y el gobierno de Santos en 2016.

Las palabras con las que José Félix Lafourie, director de Fedegán, anunció su júbilo con la venta de tierras fueron las siguientes: “El Gobierno podría hacerla sin nosotros o, inclusive, contra nosotros, pero ha decidido hacerla con nosotros, y esa inclusión tiene una importancia que ahora mismo no alcanzamos a medir”. Y tiene toda la razón. En primer lugar, se trata de un negocio multimillonario, cuya cifra aún está por determinar, pero que ronda los 30 a 60 billones de pesos. En segundo lugar, se acuerda con uno de los gremios de terratenientes y ganaderos acusado de apropiarse ilegalmente de baldíos (tierras del Estado) y de despojar a sangre y fuego miles de hectáreas a los campesinos, apoyado por los paramilitares, bajo la mirada complaciente del ejército.

Sin embargo, lo anterior no es impedimento para que reconocidas instituciones internacionales como el Banco Mundial y la ONU, se constituyan en acompañantes y garantes del acuerdo. Los trabajadores conocemos, por experiencias anteriores, que estas instituciones representan los intereses económicos y políticos de países imperialistas como EEUU, Alemania, España, China, entre otros, que a través de los préstamos acrecientan la deuda externa y terminan imponiendo condiciones abusivas sobre los proyectos que financian, para servir a los intereses de la banca mundial y sus transnacionales asociadas, supeditando aún más la soberanía de los países semicoloniales como Colombia.

Como se ha presentado el acuerdo con Fedegán como una forma de “allanar los caminos que conduzcan a la Paz Total” y así supuestamente solucionar el problema histórico de la propiedad de la tierra en este país, queremos, con este escrito, ofrecer un análisis desde el punto de vista de los intereses de los trabajadores y los pobres del campo y no desde la perspectiva de la “izquierda reformista” que  hoy gobierna. No pretendemos aquí profundizar en el problema histórico de la tenencia de la tierra en Colombia, sino dar una visión marxista frente al anuncio de la compra de tierras a Fedegán. Más, cuando las víctimas históricas del despojo terrateniente, de las trasnacionales imperialistas y del abandono del Estado, “extrañamente” no fueron llamados a discutir este acuerdo pactado a su nombre entre el gobierno de Gustavo Petro y un poderoso sector de los empresarios ganaderos, y por eso avalado sin dudas por los representantes de la banca mundial.

Los negocios detrás del acuerdo: el capital financiero nacional e internacional busca espacios de inversión en el campo colombiano

El acuerdo es presentado como iniciativa para beneficiar a los pobres del campo y los más débiles. A los “nadies”. Y la sustentación difícilmente puede encontrar contradictores: “lograr la democratización del acceso a la tierra, en beneficio de los campesinos y de manera especial las campesinas sin tierra o con tierra insuficiente y de las comunidades rurales más afectadas por la miseria, el abandono y el conflicto”. Sin embargo, su concreción depende de la voluntad negociadora de la cuestionada Fedegán, que en pocos meses, gracias al gobierno Petro, pasó de ser la encarnación viva del uribismo, la ultraderecha dictatorial, arbitraria y asesina, a ser reconocidos como terratenientes y empresarios “de buena fe, comprometidos con la paz de Colombia y preocupados por aportar al bienestar del campesinado pobre”.

Pero este “compromiso con la paz” por parte de Fedegán tiene un motivo económico y comercial. Según se lee en el texto del acuerdo: “Las personas del sector ganadero que de manera voluntaria deseen participar en este Acuerdo, se comprometen a vender los predios por su valor comercial y catastral determinado por el IGAC tal como lo dispone la Ley 160 de 1994… Por su parte, el gobierno asumirá los costos a los que haya lugar para materializar el respectivo negocio jurídico”.

El negocio para Fedegán es redondo. Como primera medida, les van a pagar más caro por unas tierras que adquirieron por la fuerza y que luego legalizaron mediante maniobras. Tierras por las que además, vienen pagando una suma ridícula en impuestos. En segundo lugar, cuando se plantea que el gobierno asumirá los costos, significa que va a destinar dineros del Estado para facilitar los negocios de un sector de grandes terratenientes y empresarios de la agroindustria.

En concreto, con los impuestos que pagamos los trabajadores, se planea pagar la inmensa deuda que se adquiera con la banca mundial y los inversores nacionales y extranjeros, para comprar las tierras a Fedegán.

La actual Ministra de Agricultura ha reiterado que los actuales dueños de los predios pagan impuestos irrisorios (cuando los pagan) debido a la subvaloración catastral. El catastro multipropósito que se planea implementar, tiene el objetivo de avaluar los predios y como consecuencia, el campesino que los reciba, tendrá que pagar impuestos más caros.

El extraordinario negocio que el acuerdo significa para estos terratenientes llevó a plantear cínicamente a su dirigente, José Félix Lafourie, que: “Fedegán nunca ha estado en contra del derecho del campesino a la propiedad de la tierra, pero suficiente y rodeada de las condiciones que la hacen realmente productiva (vías, energía, agua, asistencia técnica, crédito y asociatividad). Lo contrario es la profundización del minifundio improductivo y de la pobreza rural… El factor diferenciador frente a una historia de fracasos, y el verdadero reto del gobierno, es la INTEGRALIDAD, comenzando por las vías terciarias, que son la expresión más evidente del abandono”.

Por un lado, es bien sabido que este gremio ha sido financiador del paramilitarismo y uno de los mayores perpetradores del despojo sistemático al campesino pobre, bajo la connivencia del ejército. Acciones ejecutadas bajo los gobiernos uribistas y los anteriores, que poco o nada hicieron para restituir las tierras a sus dueños originales. Tierras que luego, mediante maniobras jurídicas, fueron adquiridas por “compradores de buena fe”, legalizando así el despojo y condenando al destierro y la miseria a cientos de comunidades campesinas.

Por otro lado, cuando el gobierno y Fedegán hablan de “integralidad”, se refieren a dotar al campo colombiano de toda la infraestructura necesaria para el funcionamiento intensivo de la agroindustria: construcción de vías terciarias, conectividad, redes eléctricas, distritos de riego, redes de comunicación, entre otros. Toda esta infraestructura se planea que llegue a los territorios que hagan parte de los tres millones de hectáreas negociadas. O sea, que una buena parte de la plata que se recaudará con la Reforma Tributaria, se destinará para beneficio, en mayor medida, de un puñado de ricos y poderosos terratenientes que aumentarían sus negocios en el campo. A éstos se les va a valorizar más sus propiedades, sin que aporten más allá de sus impuestos empresariales, los cuales saben reducir mediante maniobras contables “legales” como los beneficios por generación de empleo, fundaciones y otra serie de artimañas.

Y como si no fuera suficiente, en el acuerdo se plantea que Fedegán se compromete a “Poner a disposición del acuerdo su experiencia en el diseño y ejecución de proyectos orientados a prestar los servicios de asistencia técnica, transferencia de tecnología  y extensión agropecuaria, con enfoque de sostenibilidad ambiental, priorizando los sistemas de producción que propendan por la sostenibilidad, en especial los Sistemas Silvopastoriles Intensivos; sostenibilidad entendida en su acepción más amplia, es decir, en materia ambiental, económica y de mejora en los índices de productividad y rentabilidad que generen bienestar para los productores y servicios ambientales para el entorno”.

Si bien es cierto que la tecnificación del campo es necesaria para aumentar su productividad, también es cierto que ahora los campesinos pobres se verán obligados a pagar por esta asesoría técnica. Por otro lado, cuando el acuerdo plantea que Fedegán va a dirigir los proyectos de asistencia técnica y tecnológica para la implementación de los sistemas silvopastoriles (que dicho sea de paso son los mayores responsables de la producción de los nocivos gases de efecto invernadero) significa que tendrá a su cargo todos los negocios relacionados con este aspecto: compra y venta de maquinaria agrícola, montajes industriales en las nuevas unidades productivas campesinas; insumos agrícolas, etc. En otras palabras, tiene en sus manos un inmejorable negocio con la implementación de la llamada Reforma Rural Integral.

En síntesis, todas las medidas de formalización de la propiedad sobre la tierra; actualización catastral; mejora de la infraestructura en el campo, así como la formación de mano de obra calificada, brindarán las condiciones jurídicas, políticas y de infraestructura, para que los grandes empresarios agrícolas desarrollen aún más sus negocios a gran escala y sin contratiempos, en detrimento de los pobres del campo, quienes para poder acceder a la tierra tendrán que hacerlo bajo las onerosas y antidemocráticas condiciones acordadas entre el gobierno y Fedegán.

Con todo esto se evidencia que en esta sociedad el Estado no está “al servicio de todos los ciudadanos” -como dice la fábula tan de moda- sino que está al servicio de los intereses de los poderosos. Además, bajo el actual sistema capitalista, el principio rector no es la satisfacción de las necesidades del ser humano, sino las inversiones para la producción de ganancias. Es por eso que cuando un rico o potentado -nacional o extranjero- expresa su júbilo con un acuerdo, es porque ha logrado concretar un gran negocio. Si no fuera así, simplemente no invertiría en él, y retiraría su capital, sea en dinero o en especie. Para el caso, los tres millones de hectáreas.

¿Y qué le queda al campesino despojado?

Una vez Petro llegó al gobierno, grupos de campesinos e indígenas pobres, que habían votado por él, realizaron tomas de tierras como medida para tratar de resolver su miserable condición. Y en contravía de los que pensaban estos electores, la respuesta del gobierno NO fue defender esa pequeña propiedad, sino defender la propiedad privada de los poderosos y la élite gobernante, enviando a la policía y al ESMAD a desalojar violentamente los predios ocupados.

Y ahora, como medida para frenar estas justas acciones de los pobres, en vez de entregar y legalizar rápidamente tierra suficiente para resolver las necesidades de los despojados, negocia un acuerdo que beneficia a los despojadores y se opone radicalmente a que estas tomas de tierras se repitan a lo largo y ancho del país.

El gobierno ha dicho que las tierras compradas a Fedegán a precio comercial, serán luego vendidas a los campesinos a precio más barato, bajo unas condiciones específicas, lo cual es una medida profundamente antidemocrática, pues el gobierno “determinará la destinación específica de cada una de las tierras y propenderá porque su adquisición tenga una concentración en número de hectáreas que facilite la ejecución de proyectos productivos en escalas rentables”.

Esto quiere decir, que tanto el gobierno como Fedegán impondrán al campesino el uso de la tierra en proyectos que los ganaderos determinen, encaminado fundamentalmente a la implementación de sistemas silvopastoriles intensivos para la producción de carne y leche. Esto sólo será posible en grandes extensiones de terreno que serán vendidas a los campesinos que se asocien, pues esa es una de las condiciones para la entrega de tierras. Los que no logren asociarse, no tendrán acceso a la tierra.

Por otro lado, para tener acceso a la asesoría técnica, el campesino tendrá que endeudarse, lo cual representa un negocio importante para los banqueros a los cuales se les generará un nuevo sector de inversión en préstamos directos al campesinado. Los bancos serán además “socios” de las empresas beneficiarias de los planes de construcción de la infraestructura y en el mediano plazo, ante posibles incumplimientos, no dudarán en arrebatar a los campesinos los terrenos otorgados en el acuerdo.

Lo que no se imagina el campesino, es que la agroindustria a gran escala a la que se atan los planes de desarrollo del acuerdo lo va a supeditar a las cadenas productivas del gran empresariado nacional y extranjero, imponiéndole sus condiciones de producción y comercialización. O, simplemente, lo convertirá en mano de obra asalariada de esos empresarios.

Por su parte, las trasnacionales de la agroindustria sacarán jugosas ganancias a costa de una mayor destrucción del medio ambiente y la superexplotación del campesino pobre, agravando las condiciones de miseria y violencia en el campo. Así que lo que se presenta como la cura, será peor que la enfermedad.  

El Acuerdo significa mayor supeditación del país a las potencias extranjeras 

La OCDE, organismo de supeditación a las potencias extranjeras, en su Revisión de la Política Rural de Colombia, hace una serie de recomendaciones que están en la base de la llamada Reforma Rural Integral iniciada con el gobierno de Santos y que ahora Petro -aliado de Biden- pretende dar continuidad. Dichas recomendaciones tienen que ver fundamentalmente con la adecuación técnica del campo colombiano para abrir la puerta a los capitales extranjeros que quieran invertir en el negocio de la agroindustria. (ver artículo link )

Las visitas del Ministro de Hacienda a Washington, con ocasión del acuerdo firmado con Fedegán, para “dar unas señales a las agencias de crédito y que no nos bajen el grado de inversión”, según lo expresó la Ministra de Agricultura de Colombia, buscaban dar un parte de tranquilidad al gobierno de EEUU, para asegurarle que las garantías que van a encontrar las trasnacionales que decidan invertir en el agro colombiano están aseguradas. En otras palabras, lo que el gobierno llama hacer de Colombia un destino atractivo y competitivo, significa generar las condiciones necesarias para asegurar las ganancias de estas empresas, dándoles estabilidad jurídica, beneficios tributarios, bajos costos laborales (flexibilidad laboral). Esto es, en la práctica, permitir que exploten más a los trabajadores y darles vía libre para que se apropien de los recursos naturales con la consecuente destrucción del medio ambiente.

Más aún en las actuales dificultades que enfrentan hoy esas trasnacionales del agro-negocio por la guerra en Ucrania, en un marco de recesión mundial, cuyas mayores consecuencias siempre golpean más severamente a los trabajadores y pobres del mundo, y que contradictoriamente también han producido respuestas de lucha en diversos países.

Para pagar los 3 millones de hectáreas a los ganaderos de Fedegán y para la asistencia técnica con la que se pretende mejorar las condiciones de infraestructura en el campo, el gobierno pretende endeudar al país con el imperialismo. Esto significará, además de un gran negocio para los banqueros de EEUU, aumentar la deuda externa, una de las formas con la que este país nos somete desde hace muchos años. Deuda que, valga recordar, durante años los gobiernos han pagado sin retraso con el dinero de los impuestos que aportamos en mayor medida los de abajo.

¡Más supeditación a EEUU y a las potencias extranjeras, es difícil de encontrar!

Verdadero origen de la miseria y la violencia en el campo

El presidente Petro con razón plantea que el origen de la violencia en el campo es la absurda y concentrada tenencia de la tierra en Colombia”. Esto lo dice para ilusionar que la compra de tierras a Fedegán allanará el camino para que se erradique este problema y muchos otros, como la pobreza y el atraso. Pero, lo que no menciona Petro es que tal situación “absurda” tiene unos responsables de carne y hueso.

Así se plantea la responsabilidad en los considerandos del texto del acuerdo: “factores de violencia que se entretejen, con el narcotráfico como factor desencadenante, con la pérdida de los valores y la corrupción como su consecuencia más ominosa, y con la peor de las violencias, la del abandono y la indiferencia frente a los más necesitados y, principalmente, frente a quienes habitan en el campo colombiano, donde la presencia integral del Estado ha sido lejana, cuando no ausente, y esa lejanía es una causa más de la violencia”.

Es cierto que el problema de la “…concentrada tenencia de la tierra” ha sido históricamente un factor generador de violencia. Basta con mirar la violencia de los latifundistas de los años treinta, origen de los movimientos guerrilleros que reclamaban tierra para trabajarla, o el escabroso fenómeno del paramilitarismo que desde la década del 80 desplazó a millones de campesinos. Ambos hechos ocasionaron verdaderas contrarreformas agrarias. Así que, los verdaderos responsables, tanto de la violencia como de los demás problemas que azotan al campo colombiano, son en primer lugar los grandes terratenientes que a sangre y fuego han conseguido la propiedad sobre la tierra, amparados por un  régimen despótico y autoritario, característico de todos los gobiernos que han dirigido este país desde la Colonia. Un régimen además centenariamente supeditado y sumiso a la dominación imperialista de EEUU, poderoso representante del sistema capitalista imperialista mundial.

Sistema que por estar basado en la desigualdad, la explotación y la opresión del hombre por el hombre, no es capaz de resolver la más mínima de las necesidades de la humanidad. Por eso, para lograr soluciones de fondo al problema de la tierra, la miseria y demás secuelas producto de la desigualdad social, es necesario derrotarlo para instaurar uno basado en la propiedad colectiva de la tierra y demás medios de producción, única vía que permitiría resolver estas y todas las necesidades de las mayorías desposeídas.

Quienes en Colombia representan ese sistema de explotación y para ello utilizan el régimen autoritario imperante, son los grandes empresarios de la ciudad y el campo: poderosos burgueses y terratenientes. O sea, los verdaderos dueños del país. Estos, junto con sus voceros, los políticos en el gobierno, en el parlamento y demás instituciones del régimen, que velan por sus intereses y que han dirigido el país como socios subordinados de EEUU y otras potencias, han sido los principales generadores de violencia y miseria en el campo, ya que con su política han avalado no sólo el despojo cometido por los terratenientes, militares, paramilitares y otros delincuentes, sino también la superexplotación y el saqueo del país por las trasnacionales; la corrupción que se roba los dineros para los necesitados; la falta de condiciones de vida digna para las masas y trabajadores del campo, así como la alarmante destrucción de la naturaleza.

Las cifras que revelan la responsabilidad de los de arriba en la miserable condición de las masas campesinas son alarmantes: Según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística, la pobreza multidimensional en el campo aumentó al pasar de 34,5% en 2019, a 37,1% en 2020, mientras que de acuerdo con el Observatorio de los Desplazamientos Internos (IDMC, por sus siglas en inglés), con sede en Ginebra, y el Centro Noruego para los Refugiados (NRC), a la fecha Colombia se encuentra en el tercer puesto de países con el mayor número de desplazados internos del mundo, con 5,2 millones, con un aumento de 300% en los desplazamientos por hechos de violencia frente al año 2021. Otro hecho que devela esta realidad, es la conclusión de Oxfam América, en el censo agropecuario sobre la distribución de la tierra en Colombia, donde plantea que “Más de medio siglo de violencia ha dejado, entre otros saldos, la cifra record de casi siete millones de personas desplazadas entre 1985 y 2016”.

El mismo estudio plantea que “Colombia se sitúa en primer lugar en el ranking de la desigualdad en la distribución de la tierra, seguido por Perú, Chile y Paraguay. De otra parte, los predios grandes (de más de 500 Ha) ocupaban 5 millones de hectáreas en 1970 y en 2014 pasaron a ocupar 47 millones. En el mismo periodo su tamaño promedio pasó de 1.000 a 5.000 hectáreas”.[1]

Con todo esto es difícil entender cómo un negocio que engordará los bolsillos de los empresarios capitalistas de Fedegán y las empresas extranjeras que invertirán en la agroindustria, beneficiará a los más necesitados del campo y allanará el camino a una vida en “paz” y con condiciones de vida dignas.     

El acuerdo con Fedegán NO es el inicio de una Reforma Agraria

Conclusiones del informe de Oxfam arriba mencionado, como que en Colombia el “1% de las explotaciones de mayor tamaño maneja más del 80% de la tierra, mientras que el 99% restante se reparte menos del 20% de la tierra”. O que “Un millón de hogares campesinos tienen menos tierra que una vaca”[2] dan cuenta de la desigual concentración de la tierra en el país y en América Latina.

La lucha contra esta profunda desigualdad ha sido el motor de la historia de los pueblos latinoamericanos, que para alcanzar verdaderas reformas agrarias han llevado a cabo importantes revoluciones. México 1910 -1917 y Cuba 1959 son ejemplos de ello. En otros casos, como en Perú o Ecuador, el campesinado dio fuertes luchas reclamando tierras, lo que obligó a militares como Velasco Ibarra en Ecuador o Velasco Alvarado en Perú, a expropiar a los terratenientes de esos países para entregar la tierra a los campesinos pobres.

Colombia no ha sido la excepción. Durante el período conocido como La Violencia “se produjo una simbiosis entre la resistencia política al régimen conservador y la lucha feroz entre terratenientes y campesinos por la tierra[3]. Esta lucha fue derrotada con la entrega de la guerrilla liberal en 1953, propiciada por la dirección de ese partido de la oligarquía. Ello permitió la contraofensiva del régimen con el ejército, las bandas de los llamados “pájaros” y la policía “chulavita” (paramilitares de la época) contra las guerrillas y su base social, hasta 1957.

Como consecuencia, se concretó una verdadera contrarreforma agraria: “En las regiones de más alta concentración campesina, en las zonas cafeteras y el centro del país, esta violencia se sumó a la contraofensiva de los terratenientes para recuperar las tierras que los movimientos campesinos conquistaron durante la década de los treinta y cuarenta. “…Fue el ajuste de cuentas del latifundismo contra el campesinado, utilizando la violencia política. Por eso la violencia se convierte en una enorme empresa del despojo” [4]. Este despojo fue la base de nuevos procesos de organización guerrillera que años más tarde daría origen en 1965 a la guerrilla de las FARC.

Por otro lado, distintos gobiernos en Colombia han intentado llevar a cabo reformas a la propiedad terrateniente, que poco han beneficiado al campesino pobre. La “Ley de Tierras” de López Pumarejo en 1936 -que tanto gusta citar Gustavo Petro- si bien otorgó al campesinado grandes cantidades de tierras, según el destacado historiador Marco Palacios, no significó un profundo cambio en la estructura de propiedad de la tierra ni en la política del país: “La Ley de Tierras de 1936, su abracadabra, dejó incólume el lugar de los grandes terratenientes en la coalición del poder y abrió un nuevo capítulo de la larga historia de marginación social y política…”[5].

El otro intento reformista bajo el gobierno de Lleras Restrepo (66 – 70) que proponía la entrega de baldíos al campesinado y algunas expropiaciones de latifundios improductivos, para supuestamente mejorar el nivel de vida de los campesinos, buscaba realmente fortalecer el mercado interno y por esa vía desarrollar la industria. Para ello creo el Incora como institución que dirigiera la reforma y estimuló la creación de la ANUC (Asociación Nacional de Usuarios Campesinos). Sin embargo, con el gobierno de Pastrana Borrero (70 – 74) estas medidas fueron abortadas, generando una respuesta de 16.000 familias campesinas que a inicios del año 1971 se tomaron 316 fincas en trece departamentos del país, dando origen a fuertes choques con las élites gobernantes. Estas élites, el 9 de enero de 1972, firmaron un pacto conocido como el Acuerdo de Chicoral, donde pusieron fin al tibio intento de reforma agraria de la ley 135 de 1961 que Lleras Restrepo venía impulsando.

El resultado fallido de estos intentos reformistas, sumado a la derrota del proceso de lucha democrática a mediados de los ochenta, permitió el auge del paramilitarismo que con sus múltiples asesinatos y masacres aplastó la resistencia campesina e impuso a sangre y fuego una nueva y feroz contrarreforma agraria. Una vez en el poder, este despojo fue legalizado posteriormente con la Ley de Tierras del gobierno de Uribe en 2005, que junto a la Ley de Justicia y Paz, garantizó el perdón y olvido a los paramilitares y sus patrocinadores.[6]    

En síntesis, se puede ver la importancia de los logros de la lucha campesina por cambiar la estructura de propiedad terrateniente en Latinoamérica, así como nulo resultado de las tibias reformas que con el mismo fin han llevado a cabo diversos gobiernos en Colombia. Esto permite entender por qué, el actual acuerdo entre Petro y Fedegán, que pretende presentar la compra de tres millones de hectáreas como el inicio una Reforma Agraria, no es más que un espejismo. Una vana ilusión, que al igual que el acuerdo Santos-FARC de 2016, cumple con el propósito histórico-político de saldar la deuda que terratenientes, empresarios extranjeros, militares y paramilitares tienen con las víctimas, a quienes despojaron de sus tierras mediante masacres y asesinatos continuos.

Algo así como borrón y cuenta nueva. “Echar tierra” a los miles de asesinatos,  a los mas de seis millones de hectáreas despojadas y los millones de desplazados víctimas de la violencia. Y como colofón, pagar a los señores de la muerte decenas de billones de pesos, para desarrollar el capitalismo en el campo, de la mano de quienes les interesa: los capitalistas nacionales y extranjeros.

Así que el acuerdo con Fedegán, de concretarse, significaría un fabuloso negocio para los terratenientes en Colombia y NO una reforma agraria, ni siquiera tibia. Pues en vez de expropiar la tierra a quienes la han usurpado por la fuerza, pretende legalizar el despojo histórico del que han sido víctima los campesinos en este país, ilusionándolos con que es posible convivir en paz con sus despojadores.

Con esto va quedando claro que los sectores de la “izquierda reformista” que hoy están en el poder, gobiernan para un puñado de poderosos burgueses. El carácter de las medidas que toman contra los de abajo es mayor, ahora que son los gerentes políticos del Estado capitalista. Las palabras pronunciadas por Petro en la reciente Convención Nacional Campesina son más que reveladoras: “Repartir democráticamente la tierra para industrializar un país es el principio de la sociedad capitalista”.

Ante este panorama, ¿Qué reto tienen los trabajadores y los pobres?

Comprendemos las ilusiones que embargan a los campesinos pobres, que consideran que se van a mejorar parcialmente sus angustiantes condiciones de vida y ven con buenos ojos acceder a la tierra bajo las onerosas condiciones que le imponen Fedegán y el gobierno.

Ilusiones que son alimentadas a diario no sólo por la “izquierda reformista” que gobierna, sino por las direcciones de las organizaciones sindicales, así como las direcciones del movimiento campesino, indígena y afro descendiente (como las que hicieron parte de la pasada Convención Nacional Campesina de diciembre de 2022). Éstas se encargan de hacer retroceder la conciencia de los trabajadores y los pobres, inculcando el veneno de la conciliación de clase para impedir que los cambios que benefician a los de abajo sean llevados a cabo mediante la lucha decidida. Lo ocurrido con el estallido social iniciado en el país el 28 A de 2021 es el mejor ejemplo de ello.

Por esto es necesario, como primera medida, el rechazo rotundo de este acuerdo entre el Gobierno y Fedegán, que como expresamos en este documento, no va a ser el inicio de una Reforma Agraria que democratice el reparto de la tierra en el país, como tampoco va a allanar los caminos para que los pobres vivan una vida en paz.

Las profundas transformaciones en el campo, que permitan quebrar la centenaria estructura terrateniente y permitir que los campesinos pobres tengan tierra para trabajarla, sólo serán posibles bajo un gobierno de la clase obrera y sus aliados: los pobres del campo y la ciudad, y no con un gobierno que esté amarrado de pies y manos a los terratenientes, los grandes capitalistas y las trasnacionales, como el actual.

Para ello, movilizarse y organizar la lucha, de manera independiente de los partidos de la burguesía y las direcciones reformistas, es un gran reto que enfrentan hoy día los trabajadores del campo y la ciudad y sus aliados los pobres.


[1] Guereña A. Radiografía de la desigualdad. Lo que nos dice el último censo agropecuario sobre la distribución de tierra en Colombia. Oxfam América. https://www.oxfam.org/es/informes/radiografia-de-la-desigualdad

[2] Ibídem

[3] Revista Correo Internacional # 21. Colombia una revolución en la encrucijada. 1986Pág. 6.

[4] Ibídem

[5] Palacios Marco, ¿De quién es la Tierra? (2011). Contratapa. Fondo de Cultura Económica. Universidad de los Andes.

[6] El acuerdo Santos-FARC: ¿Un futuro de tranquilidad y prosperidad para todos los colombianos?

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